EL HOMBRE
Conocí a Pepe Suárez en Uruguay – aunque mucho antes había oído hablar de él – Cuando vino de la Argentina a establecerse en Punta del Este donde abrió una librería selecta, El yelmo de Mambrino. En realidad, venia a proseguir bajo otra forma y en otro lugar su vinculación con el complejo, interesante, refinado y arrabalero a la vez, mundo porteño. La impresión que a mi me dio fue la de un hombre firme y resuelto, bajo una tenue capa de aparente timidez. No quería hacerse notar, su menuda figura, sus ojos miopes le permitían ese buscado enceldamiento. Pero daba una sensación de discreta elegancia, en su aspecto exterior y, sobre todo, en su hablar, en su trato en su manera de producirse. Era muy cuidadoso de su atuendo, sin excesos ni extravagancias, y era muy cuidadoso en lo que decía, siempre mesurado, nunca hiperbólico ni vehemente. Tenia una dosis no extremada, la suficiente, de humorismo que destinaba, en primer término a si mismo y a lo que hacía. Pues cuando me hablaba de su quehacer, que yo elogiaba muy sinceramente, siempre aplicaba su rebaja, que según él, el mérito de sus obras estaba más en las cosas mismas que en el obrero que las recogía, que su trabajo no tenía mayor importancia. Había algo de dandismo en ese cortesano desdén por todo o por casi todo, a comenzar por sus fotografías. No le gustaba mucho hablar de ellas con exceso, a menudo cambiaba de tema y eso no le era difícil porque eran muchos y muy variados los temas que le interesaban: la geografia, desde esa formidable gigantomáquica geografia americana que fue para él una tremenda revelación, hasta la geografía, más a la medida o escala del hombre de su tierra gallega, tierna y casi viva, palpitante, cuyos entresijos y misterios tan bien había de captar. Y el mar, el alta mar inmenso o el mar costero, en las playas y los puertos, vivido, animado, penetrado de humanidad que tan bien había de penetrar. Ese amor al mar, que le llevó a instalarse a su vera en la espléndida península uruguaya de Punta del Este con sus dos caras, sus playas mansa y brava, le llevó también a adentrarse en el mar del sur, de más al sur, viajando por el, atravesando el estrecho de Magallanes, siguiendo la ruta que siglos atrás siguieron sus paisanos los Nodales. Bien recuerdo el relato preciso y sencillo que de este viaje me hizo, y como a veces el barco, un barco de carga no muy grande, enfilando hacia la pared rocosa, parecia que iba a embestirla y, como luego, en el último momento ya cerca de ella, la corriente desviaba su rumbo. Tenia Pepe Suárez el temple del buen deportista, la naturaleza del buen deportista que, es para muchos deportes, más cosa de alma, de coraz6n, que de cuerpo. Le gustaba la montaña, era buen esquiador, y como a mi esto también me atrajo en mi juventud, gozábamos charlando de estas cosas.
Era Pepe Suárez extraordinariamente sociable, tenía muchos amigos aunque no se daba a cualquiera y era un tanto exigente con ellos. Pero también sabía mantenerse en soledad y gozarla. No podía decirse que fuese introvertido ni extravertido, sino que en él se daba un singular equilibrio dialéctico entre ambas condiciones. La verdad es que gozaba de una vasta simpatía, que hombres y mujeres se deleitaban con su aguda, interesante conversación y compañía. Fue en algún momento algo así como la vedette de ciertos elegantes y cultos circulos porteños y uruguayos a los que ofrecía su arte; pero eso jamás le desvaneció. Nunca el dandy que en cierto modo era cayó en el snobismo. Tenía muy afincadas las verdades o más bien las incognitas profundas del hombre para dejarse llevar por 1as engañadoras brisas del éxito social, el halago o la notoriedad.
Su viaje al Japón y la larga estancia allí fue en realidad una fuga a la soledad, a lo sustancial del ser. Varías veces me habló de la frivolidad del mundo en que vivia, del que estaba ya cansado y desazonado, y quiso buscar en Oriente, esa serena paz, íntima y recoleta que tanto ansiaba. Pero también allá – y de modo muy manifiesto – percibió las dos caras los dos polos entre los que se tensa nuestra vida. La calma paz de las casas de papel, silenciosas y recogidas y los bloques inmensos, llenos de little boxes, hormigueros del mundo industrial. Aquello, desde luego, enriqueció su mundo interior y tras la experiencia ganada quiso trasladar a Punta del Este algo de la serenidad japonesa convirtiendo, casi por arte de magia, un rancho criollo en una réplica de una vieja casa japonesa, con su estanquillo, sus flores y sus bambues, su enredadera, su campanilla, sus alfombras, su silencio y su paz. Cuando fui a verle en esta morada que con arte y habilidad únicas había transformado, me quedé de una pieza. Allí, como un filósofo de oriente, vivía entonces él, encapsulado, alejado, tranquilo y gozoso, en medio de bellas cosas de la vida que son las naturales y más simples.
EL ARTE
Yo tenía entonces el encargo de cuidar de la edición de los dos primeros tomos de la Historia de Galicia que dirigía Otero Pedrayo. Para ilustrar esos tomos solicíté su ayuda que me dio sin limitaciones. Varias y de las mejores fotografías que en esos tomos aparecen son de el. Cuando se fue al Japón me regaló algunas, en su mayoría también de temas gallegos, además de otras cosas, como un grabado de Colmeiro que guardo con amor como vinculo fraterno con dos grandes y admirados gallegos amigos. Otras cosas me las dejó en depósito y se las devolví cuando regresó, cosa que – a lo que me dijo – no sucedió con las que dejó a algún otro y de eso se me quejaba.
Esas fotos gallegas son una parte pequeña del inmenso tesoro fotográfico que nos ha dejado, en visión única, verdadera y bella a la vez, de nuestra tierra. Era Pepe Suárez un gran gallego, un hombre compenetrado con lo suyo, de raíces muy reciamente afincadas en la comunidad a la que pertenecía que sentía intensamente.
Si hubiera que adscribirlo a algún grupo intelectual – aunque se resiste a todo encasillamiento – debería entrar en el grupo de Ourense, tan rico y fecundo, de tan realzadas y originales personalidades, sin duda el más inquieto y, curiosamente, el más avanzado de todos los que había en Galicia en las décadas de los 20 y los 30. Uno de los rasgos que caracterizaba a este grupo era el ingrediente mágico, una ventana hacia lo irracional y lo que está más allá de la mera apariencia. Y esto – a pesar de su, también formativa, universitaria temporada salmantina – fue lo que carecterizó su labor como artista de la luz grabada o impresionada. En Castilla adquirió cierto rigor formal, cierta preocupación por la estructura y ha hechó que sus obras tengan una firme redondez, que no se disipen las vagas delicuescencias. Pero dentro de ese marco ascético, la imaginación brilla y vibra en sugestivos valores sorpresivos y sorprendentes. Es la suya una fotografía poco fotográfica. Suele aplicarse este término -no sólo en lo plástico, sino también en lo literario – a lo que es mera copia de la realidad, objetivismo puro sin participación del sujeto que lo capta. Suponiendo que esto fuera enteramente posible, que no lo es, hay de todos modos grados distintos de acercamiento al objeto y de participación del sujeto. Pues bien el caso del arte de la luz impresa de Pepe Suárez es muy singular. El dijo alguna vez: no violento jamás la vida que encuentro a mi lado. Es verdad. No la violenta; pero si la acaricia. La violencia deforma; la caricia no; mantiene intacta la forma y además le da un sutil, imperceptible encanto. La realidad es como es, cambiante, con perspectivas distintas en cuanto al lugar, con momentos distintos, en cuanto al tiempo. Para buscar lo esencial hay que saber elegir, acariciándolos, los lugares y los momentos y en esto es donde yace el arte del artista. Las fotos de nuestra tierra, de nuestro mar, de nuestras gentes que hizo Pepe Suárez son verdad, son realidad, sin torceduras ni efectismos; pero han sido bien elegidos los momentos y lugares más significativos para transmitir la esencia de nuestro mar, nuestra tierra y nuestra gente.
Con esas fotografías, que son muchas, nos ha dejado nuestro inolvidable amigo un tesoro invalorable: el testimonio gráfico de la Galicia de nuestro tiempo, del que ya se nos está yendo. Todo fluye, panta rei, y nuestra tierra de hoy no es ya la de ayer o anteayer. Y para que no se muera del todo, no se borre del todo, ahí queda ese luminoso testimonio de sus tres elementos más esenciales captados en sus trazos y momentos más significativos. El album que aquí tenemos es una selección muy bien hecha de la inmensa cosecha fotográfica de Pepe Suárez. Ella pondrá constantemente ante nuestros ojos aquello que nuestra tierra fue en los años 20 y 30. En 1904 un editor de La Coruna, según el estilo modernista del tiempo, editaba un Portfolio de Galicia. Naturaleza y arte. Pueblos paísajes~ marinas, fábricas, edificios, momumentos y obras de arte, cuadros de costumbres, retratos, etc. Era obra colectiva de varios fotógrafos profesionales y aficionados a la fotografia. Respondía a los gustos y posibilidades de comienzos de siglo y es, desde luego, un documento de gran valor con todas sus limitaciones y excesos. Este album de ahora, más apretado, aparte de su valor de documento de su época, va más a lo esencial, busca a través de lo pasajero lo permanente. Porque nada hay más permanente – con la permanencia relativa de todo lo humano y aun de todo lo de este mundo – que la tierra, el mar, la gente. Pues, bajo las mudables apariencias y más la nuestra – la misma gente cambia muy lentamente.
Pepe Suárez se daba muy bien cuenta de este valor testímonial y permanente de sus fotografías gallegas. Recuerdo que cuando me entregó la de una vieja nuestra tejiendo en un antiguo telar – la luz entraba por un costado, era, con sus claroscuros, como un grabado de Rembrandt -me dijo: Mira cuanta hondura, cuanta profundidad en el tiempo, cuanto misterio del pasado de nuestra vieja casta que hay en esa figura.
Y era verdad. Ahora, al contemplar en páginas de este album, estas imágenes, experimento, hasta las lágrimas, la misma sensación. Agradezcamos al artista, al amigo, este legado, esta regalía, esta ofrenda, y a quienes han hecho posible que entremos en su disfrute.
He terminado
Nada más.