EL KIMONO KOBAI: José Suárez
1954
De la oscuridad, densa como mineral, sólo trasciende el ritmo agitado de una respiración. Unos ojos avezados llegarían a vislumbrar el suave relieve del futón que recubre un cuerpo menudo, suavemente sinuoso, con súbitas sacudidas por el jadeo de una respiración.
El premioso pasar de la noche, tan colmada de ruidos insospechados como sólo un mal sueño puede revelar, hace más aguda la angustia en que se debate Kumiko-san. En los misteriosos espacios que separan la vigilia del sueño, en el duermevela en que realidad y quimera se confunden, adquiere por momentos vaga conciencia de estar viviendo una pesadilla que habrá de esfumarse con el amanecer. Pero basta el brusco despertar, por el sobresalto nervioso de un claro de silencio en el bordoneo de la noche, para que su angustíosa situación torne a mortificarla. Sobre sus ojos, desmesuradamente abiertos, de nuevo pesan las tinieblas como algo corporeo que los abruma.
EI alba apunta ya en un ventanal vagas siluetas de las plantas del jardín, que una suave brisa alcanza apenas a esfumar. Este tímido asomar del amanecer acrecienta la zozobra de Kumiko-san, que aprieta los párpados con ahinco en el vano intento de aprisionar la noche.
Las siluetas que se proyectan en el ventanal van ganando en nitidez; son ya un tapiz de sombras recortadas que se extiende jaquelado entre la habitación y el jardín. Un rebalse luminoso invade el ambiente, y la musumé, en su pueril esfuerzo por alejar el día, oculta la cabeza bajo el embozo.
Una vez más, sin claro discernimiento, y lejos de toda esperanza de hallar una explicación, se pregunta cómo «el», un occidental que ha podido penetrar el sentido de muchos matices de la vida japonesa, con tanta sagacidad como para comprenderlos, y aun adoptarlos, no ha llegado a intuir, en cambio, la causa de su íntima resistencia a vestir el kimono kobai en el peregrinaje de rigor a través de los lugares en donde los cerezos comienzan a mostrarse en la plenitud de su prodigiosa floración. En vano ha tratado de atraer su atención hacia kimonos más valiosos, obra admirable de artistas y artesanos de pasados tiempos, y verdaderas reliquias de familia, sin otro resultado que una afirmación más recia de su insensato capricho.
(«El», por su parte, tampoco acierta a comprender las sutiles evasiones de Kumiko-san. Por ventura, no la había conocido luciendo el kimono kobai, al irrumpir en una fiesta japonesa, de rígida ortodoxia social, con el aire fascinante de un personaje evadido de algún cuento de su mundo oriental?.)
Las reflexiones alucinadas de Kumiko-san se entretejen hasta sumirla de nuevo en el laberinto de sus pesadillas. Podría, pasar infinitas noches como la que recién se aleja y cada amanecer vendría a sorprenderla en el mismo estado de desolada agitación.
La presencia súbita de la doncella le produce raro sobresalto. El saludo matinal que la sorprende no llega a sus oidos acompañado del tono acariciante y respetuoso que ella asocia al perfume del té que cada mañana, presiente entre sueños cuando la despierta. Una risa irónica, sin el menor recato, acrecienta su desazón. Presiente un aire de reto en tan extraña actitud y ordena, autoritaria;
-jYuki, hoy me pondré el kimono kobai.
La risa de la doncella crece en descaro y desabrimiento.
-¡Te he dicho que hoy me pondré el kimono kobai, no has entendido?.
Kumiko-san, tras esta afirmación de su autoridad, torna a la obsesionante pesadilla de la que no se puede liberar.
La doncella retorna con apresurado paso. En las manos, extendidas a guisa de bandeja, porta el kimono kobai, que, desplegado con rigor de vestidura ritual, convierte sus colores en destellos de una luz fantasmal que hiere los ojos de la musumé.
Yuki-san corre hacia el jardín en inexplicable huida.
—¡Yuki ! ¡Yuki ¡…
La exclamación de Kumiko-san se pierde en un silencio vacío y opaco.
Con movimientos de autómata, como si una voluntad ajena a la suya los gobernara, avanza hacia el tocador y ante él se arrodilla en visible actitud de víctima resignada a un sacrificio.
Ensimismada, sin reparar siquiera en el reflejo de su propia imagen, se asoma al espejo con pátina de siglos, y se le antoja honda sima de la que surgen espectros de sus antepasados como volviendo de un sueño que ella ha venido a perturbar. Una rara sensación de frigidez le sacude el cuerpo, y tarda en reconocerse a sí misma en la pulida superficie que le devuelve su desconcertado mirar.
——————————-
El venerable pino, guardián, guardián de penates y tradiciones, que se yergue austero en el jardín, siente la caricia del sol que se filtra a través de su enramada para deshacerse en lluvia luminosa que envuelve a Kumiko-san.
Hierática, tal una talla policromada, de relucientes colores, recién salida de manos de imaginero, la musumé alarga su mirada vacía hacía la inconcreta lejanía. Como en sueño hipnótico avanza ajustando el paso a las irregulares losas del sendero, y, al extender las amplias mangas de su kimono kobai, cobra aires de mágica mariposa que se dispusiera a remontar vuelo.
El golpe seco de la cancela, que se cierra tras ella, la aisla del mundo de su intimidad, y la calle, que se le antoja sendero ilimitado, colmado de hostilidad.
La cabeza humillada, avanza con timidez. Cuantos la cruzan hacen de sus miradas saetas que se le clavan en la piel. Su andar se torna más incierto todavía, hasta quebrarse en algún traspié, y la estela de curiosidad que va dejando tras sí le traba cuerpo y espíritu, como telaraña viscosa que la quisiera retener. Un violento palpitar la invade de la cabeza a los pies, y su mirada diluye cuanto la rodea hasta perder conciencia de la realidad.
-Ojayo gozaimasu!…
El cálido acento familiar que ahora resuena en sus oidos viene a librarla del mundo fantasmal. Atónita, entreabriendo tímidamente los ojos, vislumbra la sonrisa afectiva de Yuki-san.
Las puertas correderas que dan al jardín se abren de par en par y la primavera irrumpe como un torrente de luz. El nacimiento de la mañana se le antoja a Kumiko-san un milagro que, desde la creación del mundo, se produce por primera vez.
Envuelta en el mágico encanto de su despertar, escucha el murmullo de la brisa en el pino ancestral, como un salmo de rumores de honda vibración; presiente el temblor de las gotas de rocío en las tiernas hojas de las plantas del jardín, que se desperezan al sol; y en sus oidos se pausa el canto de los pájaros que se bañan en la mañana. Como en éxtasis, alarga la mirada hacia las montañas que, en la lejanía, resplandecen bajo el color rosado de los cerezos en flor, y de los labios de la musumé, animados de imperceptible temblor, surge un breve poema musitado como una oración.
Yuki-san, sin acertar a comprender, arriesga a media voz:
– No se encuentra bien la señora?…
Kumiko-san permanece envuelta en su fascinación.
-Es que ha pasado mala noche la señora?- insiste la doncella.
Muy suavemente, como si temiera romper la atmósfera de ensueño que la invade, responde con inefable expresión:
-Yuki, recuerdas haber asistido al nacimiento de alguna mañana tan sublime como esta que nos trae el perfume de los cerezos en flor?…¿Como puedes hablar de la noche cuando despertamos a un día tan feliz!…Sabes, hoy quiere ponerme el kimono kobai.
La doncella no puede reprimir un gesto de asombro.
-¡ El kimono kobai ?.
Kumiko-san la mira dulcemente, envolviendo en suave sonrisa su gesto de afirmación
– Eso he dicho, el kimono kobai !.
Y la mirada confidencial, que acentúa la reiteración, viene a tranquilizar un poco a Yuki-san al entrever la explicación:
-«Él» se lo ha pedido, verdad?.
Y, como hablando consigo misma, agrega:
-Sin embargo, que cosas tan raras tienen los occidentales: ¡ mira que pedirle que se vista hoy con un kimono de invierno cuando la primavera ha comenzado ya hace dos días!…
———————————————
1960
En el ambiente de un pretencioso «parlor», lamentable remedo de un estilo o de una moda occidental, con nombre que cuadra con justeza a la impersonalidad del lugar, Kumiko-san comparte una mesa con dos personas más.Viste un traje gris de corte varonil y entre sus dedos sostiene un cigarrillo con poca naturalidad. No han pasado muchos años, un instante apenas en la milenaria civilización del Japón, y ya no acertaba a reconocerla, sin cierto vacilar, cualquier personaje de su medio habitual.
Una teoría de discos, sin solución de continuidad ni criterio de selec ción, saturan de bochinche el lugar. Figuras de importación, como cabalgando a lomo de un incierto vivir, sortean las mesas con desgana en el andar. Los “Mambo Boys», calco estereotipado de los «niñitos» que pululan por doquier, y damiselas a lo B.B., ojos asustados a la manera de los últimos modelos de publicidad, hacen equilibrios sobre tacones que todavía no se avienen a sus pies.
De una tertulia, que colma la mesa de un rincón, trasciende la tarca de rumiar los últimoa temas de actualidad: el escándalo de turno en la alta sociedad; el matrimonio de Mr. Jones, tal vez; y, desde luego, a través de una revista sensacional, los chismes del cine en el último festival.
Kumiko-san, abandonando su opaca actitud, clava la mirada en algo sensacional. En el aire se levanta un revuelo de asombro general, como si un satélite recién lanzado acabara de irrumpir en el local.
Midiendo la sala al paso diminuto de un suave caminar, avanza una muchacha dejando tras si una estela de anacrónica feminidad. Ningún reparo en su atuendo, ni nada en ella que abone la presunción de alguna cita con un occidental. Ni siquiera, en su ropa, el asomo de un color que choque con la estación simplemente….
¡ Una dulce musumé tocada con sobriedad y envuelta en el encanto de un kimono japonés !…
Futon: Acolchado habitual en la cama japonesa.
Musumé: señoríta.
Kami: personificación del espíritu de los muertos en la religión shintoista, que así se convierten en dioses, benefactores u hostiles, jocosos o serios, de acuerdo con su modo de ser en vida, o como consecuencia de la atención que en sus ritos familiares les acuerden sus descendientes.