El Kimono Kobai (Boceto para un cuento)

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Boceto para un cuento

EL KIMONO KOBAI. José Suárez

De la oscuridad, densa como mineral, sólo trasciende el ritmo, por momentos agitado, de una respiración. Unos ojos avezados llegarían a vis­lumbrar el suave relieve de un «futón», acusando un cuerpo menudo, de proporcionadas líneas, jadeante y con sacudimientos de pesadilla.

El premioso pasar de la noche, tan colmada de ruidos insospechados como sólo un mal sueño puede revelar, ha venido a poner en carne viva la angustia en que se debate Kumikó-san. Por momentos, en los «misteriosos espacios que separan la vigilia del sueño», en el duermevela en que rea­lidad y quimera se confunden, adquiere vaga conciencia de estar viviendo una pesadilla que habrá de esfumarse con el amanecer. Pero basta un so­bresalto nervioso, o un claro de silencio en  el bordoneo de la noche, pa­ra que sobre los ojos desmesuradamente abiertos de la «musumé» pesen las tinieblas como algo corpóreo que los abruma, cobrando toda su reali­dad la congoja en que se consume.

En el ventanal de la habitación el alba apunta apenas vagas silue­tas de las plantas del jardín, que una suave brisa torna más inciertas todavía. Este tímido asomar del día acrecienta la zozobra de Kumikó-san, que aprieta los párpados con ahinco en el vano intento de aprisionar la noche.

Las siluetas que se proyectan en el ventanal van ganando en niti­dez; son ya un tapiz de sombras recortadas que se extiende jaquelado en­tre la habitación y el jardín. El sol penetra por el «danmá” que corona las puertas correderas y se quiebra sobre el «futón» cuajado de vivos colores bajo el cual jadea Kumikó-san. Un rebalse luminoso inunda el am­biente, y la «musumé” intenta alejar el día con el gesto pueril de ocul­tar la cabeza bajo el embozo. Se pregunta una ves más, con la esperanza de hallar alguna explicación valedera, cómo «él», un occidental que ha penetrado en el sentido de muchas sutilezas de la vida japonesa, con tan­ta sagacidad como para comprenderlas y aun adoptarlas, no ha podido en cambio intuir la causa de su velada negativa a vestir el kimono kobaí, en el primer día de prodigiosa flo­ración. En vano ha tratado de atraer su curiosidad hacia otros kimonos más valiosos, obra admirable de artistas y artesanos de pretéritos tiem­pos, y verdaderas reliquias de familia, sin otro resultado que una más recia afirmación de su insensato capricho. Piensa por momentos si no se­rá el juguete de un espíritu maligno, o de un Kami zumbón, que se deleita azuzando tal empeño.

( El  por su parte, tampoco acierta a comprender la actitud de Kumikó-san, que se pierde en escarceos y reticencias, tan en pugna con su manera de ser, cada vez que le reitera su deseo ¿No la había conocido, por ventura, vistiendo el kimono kobaí cuando, en memorable fiesta de una em­bajada, irrumpió como encarnación de un personaje de leyenda evadido de algún fascinante cuento oriental?…).

Las reflexiones de Kumiikó-san, perdida en un laberinto de alucina­ciones, vuelven siempre al punto de partida en el ir y venir de su devaneo. Había de pasar infinitas noches como  la que recién se aleja, y cada amanecer vendría a sorprenderla en el desolado estado de ánimo en que ahora se encuentra.

El saludo matinal de su sirvienta, cuya presencia se le revela súbitamente como una aparición, le produce raro sobresalto ¿Por qué el tono de su voz de costumbre respetuoso y dulce, suena  a sus oídos de un modo tan desabrido ?.Y la risa irónica, mostrando toda la dentadura sin el me­nor recato ¿que significado encierra?…Presiente un aire de reto en tan extraña actitud, y ordena autoritaria:

-Yuki, hoy me pondré el kimono kobai.

La risa de la sirvienta, por toda respuesta, se torna más agresiva todavía.

-Te he dicho que hoy me pondré el kimono kobai no has entendido?.

Yuki-san corta su risa bruscamente, y sale dejando tras sí un espe­so silencio.

Como hervidero de incoherencias, la imaginación de Kuraikó-san retor­na a los desvarios que se suceden y se superponen en un caos de pesadilla. Inútilmente lucha contra el peso de sus párpados, y el sopor la invade de nuevo.

La sirvienta vuelve con apresurado paso. En  las manos, extendidas a modo de de bandeja, porta el kimono kobai. Kumiko-san, en brusco despertar, la sigue con mirada hipnótica sintiendo un escalofrío que le cala hasta la médula de los huesos, desplegado con rigor de vestidura ritual, el kimono kobai parece lanzar vivos destellos de una luz fantasmal que hiere los ojos fatigados de la ’’musum黑.

Yuki-san, sin romper su agresivo mutismo, atraviesa el tapiz de som­bras y corre hacia el jardín.

-Yuki!… Yuki ¡

La exclamación se pierde en el silencio vacío y opaco.

Com movimientos de autómata, como si un ser invisible los gober­nara, Kumikó-san avanza hacia el tocador, y se arrodilla con risible re­signación de víctima poco propicia a un sacrificio.

Ensimismada, sin reparar siquiera en la propia imagen, se asoma al espejo con pátina de siglos, y se le antoja honda sima de la que surgen imágenes de mujeres de sus antepasados volviendo de un sueño remoto que ella ha venido a perturbar. Ciñéndola en corro inician una dansa espec­tral que la va cercando hasta sentirse encerrada en un anillo de fuego de vivas llamas de color kobaí. Una rara sensación de frigidez apremia el despertar de la «musumé», que tarda en reconocerse a sí misma en la imagen que se refleja en el espejo.

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El pino centenario que se yergue ente la casa, como austero guar­dián de sus lares, recibe la caricia del sol que se filtra a través de las ramas para caer como lluvia luminosa envolviendo la figura de Kumiko-san.

Hierática, tal una talla policromada de relucientes colores recién  salida de manos del imaginero, sus ojos se pierden a lo lejos, ausente del paisaje familiar que la rodea. Al extender las amplias mangas del kimono kobaí adquiere aires de mágica mariposa que se dispusiera a remontar vue­lo.

Ciñendo su paso a las losas del sendero avanza pausadamente hacia la salida, y, al trasponer la cancela, el golpe seco del cerrojo abre un abismo entro el mundo de su intimidad y el trajinar callejero que se alza ante ella como temido monstruo.

Recelosa de los transeúntes, cuyas miradas de asombro se le cla­van como saetas, inicia su avance con la cabeza humillada, sintiendo  el peso de los «zori “ como lastre que la aferra al suelo. Por momentos andar se hace vacilante hasta quebrarse en algún traspié. La estela de curiosidad que va dejando tras sí se le enreda al cuerpo con viscosidad de telaraña tendida a su paso. Un violento palpitar le ciñe el pecho y en su cabesa se torna confusa la visión de personas y cosas. Siente la amenaza de un vahído inminente y busca refugio apoyándose en el esca­parate de un recatado bazar…

Kumlkó-san toma lentamente al estado de lucidez, dejando atrás lo que a ella le parece un largo sueño. Emerge a un mundo extraño del cual le llega un confuso murmullo antes de que sus ojos se atrevan a mirar. Poco a poco se siente dueña de si, en un ambiente que reconoce como suyo y ya no teme afrontar la realidad cara a cara.

Asombrada descubre que lo que  a ella se le antojaba compacta mul titud, volviéndose agresivamente  a su paso, se reduce ten sólo a un tranquilo trajinar do hombres y mujeres, vestidos en su mayoría a la euro­pea, que caminan sin reparar siquiera en su presencia. Sólo muy de tarde en tarde algún respetable señor, vistiendo impecable kimono , o alguna mu­jer tocada con pulcritud a la japonesa, se vuelven a mirarla, con gesto de sorpresa, y aun de espanto, al reparar en el kimono kobaí.

Un nuevo mar de confusiones se cierne sobre las ideas de Kumikó- san: será posible que las hondas tradiciones de la vida japonesa  el “yamato damushii » vayan debilitándose ante la influencia de las costumbres de Occidente, hasta el punto de qué para, la mayoría de cuantos la miran, nada significa ya el color de su kimono?…

Su cavilar se detiene bruscamente ante la presencia de dos figura femeninas ataviadas dentro de la más rígida ortodoxia del atuendo japo­nés, que con inquisitiva mirada la fulminan de la cabeza a los pies. In­capaz de intentar siquiera la más leve explicación al sentirse sorpren­dida por sus mejores amigas, sólo acierta a volverse de espalda en un movimiento instintivo de inútil defensa: El reflejo de la imagen de las dos mujeres en la luna del escaparate, se vuelve confuso hasta esfumarse totalmente.

Un roce, apenas perceptible, de mano amiga que se posa en su ombro en actitud cordial la vuelve del pesado sueño, recelando encontrarse de nuevo al borde de una alucinación.

La voz suave, con cálido acento, de la sirvienta, se une al gesto acariciador de la mano:

-¡Ojayo gazaimasu!…

El familiar saludo matinal cae en los oidos de la «musumé», como un bálsamo benéfico que le tonifica cuerpo y espíritu. Sus ojos entre­abiertos sonríen dulcemente cuando Yuki-san le ofrece una taza de té.

Atónita mira a su alrededor, y el nacimiento de la mañana se le antoja un milagro que por primera vez se produce desde la creación del mundo.

Yuki-san abre de par en par las puertas correderas, y la primavera, como venciendo la resistencia de una barrera que le cerrara el paso, entra a borbotones inundando la habitación.

Kumiko-san, envuelta en encanto de su mágico despertar, siente el murmullo del viento en el pino ancestral, como un salmo de ru­mores entonado por el espíritu de sus antepasados; presiente el temblor de las gotas de rocio en las hojas tiernas de las plantas del jardín que se desperezan al sol; y a sus oidos llega el canto de les pájaros  que se bañan en la luz de la Mañana.

La sirvienta presencia atónita tal estado de encantamiento, y pre­gunta con timidez:

-No se encuentra bien la señora?…

Kumikó-san no vuelve de su fascinación. Como en éxtasis, alarga la mirada hasta el horizonte cuyas montañas resplandecen con el color ro­sado de los cerezos en flor y animados  por el temblor apenas perceptible de una íntima oración, sus labios recitan mentalmente:

El manto de los cerezos floridos

Se extiende por la ladera de la montaña.

¡Oh ¡, que la bruma del valle

no se remonte hacia la cima.(1)

Yuki-san insiste a media voz:

-Es que  ha pasado mala noche la señora?..

Sin prisa como resistiéndose a romper la atmósfera de ensueño en que se siente envuelta, responde con inefable expresión:

-Dime,Yuki: ¡ Cómo puedes hablarme de la noche cuando llega a desper­tarme la mañana más maravillosa de mi vida ! ¿Podrías tu recordar una pesadilla cuando a tu alrededor todo se concierta para, hacerte plena­mente feliz?…¿Sabes?: hoy me pondré el kimono kobaí…

La sirvienta no puede reprimir un gesto de sorpresa:

-¿El kimono kobaí?..

La sonrisa, de la señora, alumbrando la intuición de Yuki-san, le devuelve la tranquilidad. Sonriendo también, sin omitir el gesto de ocultar su sonrisa tras la mano, pregunta con aire confidencial:

-Es un ruego de «él», verdad?…

La mirada radiante de Kumiko-san vale por la más elocuente respuesta y Yuki-san tan solo comenta, con mesura:

-Sin embargo, que cosas tan raras tienen estos occidentales: ¡Mire que  pedirle que se vista hoy con un kimono de invierno cuando la pri­mavera ha comenzado ya hace dos dias!..

(1)-Masafusa…”Hyakuninn-isshu”, nº 73. Libre transcripción del autor, de la traducción de Michel Revon.

“Yamatodamashii” : Alma japonesa. Expresión de orgullo racial.

“Futón” : Edredón

“Musumé”: Doncella.

“Danma”: Sobrepuerta generalmente calada.

“Zori”: Calzado de lujo. Sandalias historiadas, de madera pintada a la laca o tapizadas con charol, cuyos tirantes suelen ser de brocado.