El Noh Teatro Clásico Japón

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EL  NOH TEATRO CLASICO JAPONES           

Por José Suárez

Lafcadio Hearn, tras haber vivido catorce años en el Japón, con mujer Japonesa que le dió hijos, declara:

«Hace mucho tiempo, el mejor y más querido de mis amigos Japoneses, me decía:

De aquí a cuatro o cinco años, cuando se haya convencido de que no puede conocer en lo más mínimo a los Japoneses, será cuando en reali­dad comience a conocerlos un poco.

Mas tarde he comprendido esta amistosa advertencia. Me he dado cuenta, al fin, de que nada sé sobre el Japón y ya me creo por lo tanto capaci­tado para escribir este ensayo».

Y el ensayo al cual se refiere Hearn, todavía una valiosa ayuda para quienes nos asomamos a la vida Japonesa, es su obra cuyo subtítulo, a Juicio de Marc Leger, pudiera ser La Ciudad del Extremo Oriente, compa­rándola con la Ciudad Antigua de Fustel de Coulanges.

Ya pueden ustedes por lo tanto deducir la osadía que encierra mi pre­tensión de decir algo sobre la cultura Japonesa, por-que ni he estado en el Japón el tiempo necesario para reconocer que nada sé sobre los hijos del sol, ni por supuesto, soy Lafcadio Heam.

Me parece conveniente hacer una incursión previa a través del teatro del Japón para mejor localizar, en el tiempo y en el ciclo de su cultura, el momento en que surge y cristaliza el Noh, la más acabada forma del teatro Nipón, y una de las más plenamente logradas dentro del Teatro Universal de todos los tiempos.

Al pretender asomarnos a cualquier aspecto de la vida espiritual del Japón (lo que a tanto equivale como a decir a la mayoría  de los aspectos de su vida) por fuerza  hemos de referirnos a la Mitología, para no desconocer un elemento integrante de su cultura, con decisiva influencia en la psicología del pueblo japonés.

En el mundo de  Occidente la mitología ocupa un lugar espécifico en los dominios de la ficción, sin que a ningún personaje histórico le sea dado transponerle: a lo sumo entran en la leyenda sin li­brarse totalmente de su humana contextura. Los personajes míticos japoneses, en cambio, surgen de la nebulosa mitológica y se humanizan a traves de la literatura, a través de la poesía, a través de la leyen­da, e irrumpen en la Historia, borrando así todo confín entre reali­dad y mito. Y no se vea en estas apreciaciones un inciso retórico, por­que basta asomarse a la vida japonesa, siquiera sea tan someramente como yo lo he hecho, para sentir, poco a poco, como nuestros prejuicios se van suavizando hasta percibir un algo imponderable que nos hace, sino, comulgar con sus propias creencias, sentirnos en algún momento, instante tocados por ellas.

Quise, en los postreros dias de convivencia con los japoneses, de­cir adiós a su tierra de encantamiento, desde la cumbre del Fuji Yama, elevado olimpo, morada de los dioses shintoistas. Inicié la ascensión animado del espíritu montañero que me había llevado a otras cumbres, y todavía no había dejado atrás las primeras jornadas de faldeo y el bastón de alpinista se había paulatinamente trocado en bordón de peregrino que guiaba mis pasos, no mis ojos, hacia la cumbre, no en busca de nuevos horizontes, sino al encuentro del milagro que a cada instante roza nuestros sentidos, cuando compartimos la magia de ese mundo en constante diálogo con lo desconocido.

De tres partes constan las ceremonias de los grandes templos Shintoistas:

Presentación de las ofrendas.

Recitación del ritual.

Y danzas de las «miko», o sacerdotisas, de las cuales el «Kagurá» es tal vez la mas antigua, por remontar al mito de Amé-no-Usumé, quién por mandato divino danza para implorar de la Diosa del Sol, Amaterasu-Kami, que salga de la cueva,en donde se ha refugiado, para que su luz se extienda de nuevo sobre el universo.

A comienzos del siglo VII , llega de la China el “Gígaku” una danza, que por voluntad del príncipe «SHOTOKU», llamado el Constantino del budismo, se incorpora a los ritos de esta religión, y como el «Kagurá”, a de recibir aportaciones paganas, que la convierten también en unas de las fuentes del teatro Japonés.

La coreografía, como todo el arte de los hijos del Sol, es un juego de insinuaciones que requiere una previa iniciación, para llegar a vis­lumbrar sus sentido. El primer contacto, mas nos sugiere la idea de una pantomima, que la de la danza tal como nosotros la entendemos. Apenas si entran en juego las piernas o los pies, en cambio los bra­zos describen trayectorias imaginarias, infundiendo vida a las amplias mangas de las vestiduras, que nos llevan hacia una concepción escultó­rica, en que lo estático y lo dinámico se funden, en una formula de avenencia.

La música que acompaña estas danzas, tamboril y flauta que difieren un tanto de los nuestros, tampoco nos es muy accesible; se diría reducida asimismo a escultura primitiva tallada en piedra, o a las formas arcaicas de dolmenes y menhires de los pueblos celtas. Lafcadio Hearn justifica y aboga por ella su permanencia, arguyendo que muy propicia debe ser a los dioses cuando con tanto celo la defienden de toda evolución.

Entre la aportaciones paganas que enriquecen las danzas rituales han de contarse sin duda las que se celebran al cumplirse la recolección del arroz y los recitados heróicos y épicos que dan al “Kagurá”, y al “Gigaku”  una mayor categoría lírico-dramática.

En los comienzos del siglo VIII aparece el «Enmen-no-may”, una forma más elevada de representación que ejecutan los sacerdotes después de las ceremonias religiosas, en las cuales la danza, el canto y el diálo­go se acercan ya a una categoría elemental de representación. El proce­so es lento hacia una forma dramática definitiva y a principios del siglo XIV, sin duda por la aportación de los «bonzos Biwa», sacerdotes budistas, suerte de troberos que a semejanza de los de nuestra Edad Media, llevan de pueblo en pueblo canciones de gesta y relatos heroicos religiosos, surge el Noh, la forma teatral que ha de llevar el tea­tro nipón a su plenitud.

El Noh nace y vive en un clima de minoría selecta bajo la protección de los «shogun» y como distracción de la nobleza, de la cual salen sus intérpretes. Es por lo tanto privativo de las clases refinadas,aristocracia y clero,únicas a las cuales,en los tiempos feudales, alcanzan los privilegios de la cultura había de dar lugar al nacimiento de otras formas teatrales accesibles a los agricultores,a los artesanos y a los comerciantes, las clases del común dentro de la nomenclatura feudal japonesa, mediante ramificaciones de las danzas rituales ya évolucionadas.

En el primer tercio del siglo XVII surge una figura femenina O-Kuni,sacerdotisa  del templo del Kítzuki, hija de un forjador de espadas, que abandona el sagrado recinto por seguir a un galán del cual cae enamorada. Mujer de gran belleza y exi­mia danzarina llega a Kyoto y ofrece sus danzas al pueblo que, en los noches calurosas, acude a solazarse al lecho seco del rio Kamo. Andando el tiempo, esta había de ser la cuna de la forma de tea­tro más popular del Japón : el «Shibái» o Kabuki».

Ya en Yedo, capital de shogunato, O-Kuni forma una compañiá en la cual apenas si tienen cabida los hombres, y cuyas actrices provienen, en su mayoría, de los medios galantes,dando al espectáculo un vuelco tal, de licencia en los trajes, en la música,y en toda la represen­tación, que motiva un decreto shogunal desplazando totalmente a la mujer del escenario.

Por entonces aparece una variante del Kabuki en la cual todos los actores son adolescentes, y otro decreto pone fin a un desafortunado intento que se va sin dejar rastro.

Mientras tanto, un nuevo género teatral va en busca del pueblo, sin que damas galantes ni adolescentes equívocos atenten contra su vi­da: el «Bunraku», teatro de títeres que no solo le disputa al Kabuki la preferencia de las multitudes sino que atrae hacia sí a los mejores autores, entre ellos a Monzaémon Chicámatsu, llamado el Shakespeare Japonés.

El escenario del “Bunraku» tiene gran semejanza con el de nuestro teatro, salvo un parapeto que solo permite ver los muñecos y el torso de quienes los manipulan. A la derecha, sobre un alto estrado, dos hombres de actitud monacal tienen a su cargo el recitado, que se llama Jóruri, y el acompañamiento musical; uno de ellos da el tono de la situación y remeda la voz de cada títere y el otro acompaña con el shamisen a lo largo de la historia con alternativas de pausas y crescendos que es cuanto a nosotros nos es dado percibir. Los títe­res son del tamaño aproximado a un tercio de la estatura humana, de mo­vimientos más libres, ricamente ataviados y los accionan tres hombres, uno de ellos lujosamente vestido y los otros bajo sudarios negros que les dan aspecto de penitentes .

Si «Bunraku» ha tenido su edad de oro, allá por 1710, de la cual po­demos juzgar a través de la privanza de que hoy goza todavía, no solo entre el pueblo llano sino también entre las minorías de intelectuales y artistas, que tal vez aprecien en él, más que los valores puramente escénicos, las posibilidades plásticas que los pintores aprovechan sin fatiga. De entonces data el renacimiento del “Kabuki», que se recupera, totalmente cuando los actores deciden tomar a su cargo los papeles femeninos.

Pudiera parecer un contrasentido el que la ausencia de la mujer se­ñale el punto de partida de la recuperación de este teatro, pero basta asistir a una sola representación para aclarar tal misterio. Los acto­res japoneses, al parecer, siempre han superado en maestría a las actri­ces, al menos en los tiempos posteriores a O-Kuni y los «ónnagata», que así se llaman los actores que encarnan personajes femeninos, han llevado la perfección a extremos tales que no solo han creado tipos de irrepro­chable feminidad aparente, sino que han creado normas de elegancia que han invadido ciertas esferas del dominio de la mujer.

¿Tendré que aclarar que tal modalidad no crea el menor equívoco en los medios escénicos en los cuales se desarrolla?. El «ónnogata se entrega a su arte con toda objetividad tras un aprendizaje que con frecuencia comienza en la infancia, puesto que hay dinastías de acto­res que abarcan varias generaciones cuando las maneras del otro sexo deben ser de fácil asimilación.

 Su interés estriva en encarnar con toda propiedad el tipo de mujer que le toca en suerte, dama noble, mujer del pueblo, geisha o cortesana, con la misma propiedad con la cual otro actor personifica a un delincuente, sin haber traspuesto jamás los límites de un código penal. Tal vez esta afirmación varonil  no haya estado siempre tan patente. En los tiempos anteriores a la era Meiji, cuando el Japón estaba vedado a Occidente, los «onnagata» no solo usaban atuendo femenino en su vida de cada día, sino que se esforzaban por acentuar las maneras del otro sexo; y de entonces datan anécdotas sin fin que se prestan a equívocos.

El «Kabuki» tiene rasgos perfectamente definidos que, a mi juicio, más afectan a la mecánica del espectáculo que a su esencia teatral.

El escenario abarca toda la extensión del muro que se enfrenta con el espectador, con lo cual adquiere una amplitud que ridiculiza las pretensiones panorámicos del cine actual llamado cinemascope. Está unido con el lado opuesto de la sala por el “hannamiti” o camino florido, corredor que se incorpora a la escena, y con frecuencia es prolon­gación del escenario, por el cual hacen su entrada los actores principales, sintiendose así en contacto más directo con el público que los flanquea. No existe telón de boca sino una cortina cuya apertu­ra y cierre se acompañan con el claqueteo seco de dos maderas que producen un efecto muy marcado y penetrante.

El «Kabuki» cuenta con escenario giratorio, cuya invención los japoneses se atribuyen, que ofrece la particularidad de que las transiciones se realizan a cortina abierta, quedando inmóviles, los actores de la escena que termina, y cobrando vida, como en un cuadro plástico que se anima, los que están en la siguiente.

Los principales actores tienen asistentes que también actúan como apuntadores, y que se llaman hombres sombras, por la insistencia con la cual los siguen a través del escenario. Van cubiertos con túnicas y capuchones que recuerdan los nazarenos sevillanos.

A primera vista puede parecer dificil el sustraérse a  la presencia de estos elementos para nosotros extraños a la representación, sin embargo, tal vez sea este uno de los obstáculos mas fáciles de superar cuando nos enfrentamos con el teatro japones, porque estos hombres sombra llevan a extremos tales su poder de inhibición que  más justo sería incluirlos en la utilería que en los elementos hu­manos de una representación.