El Noh: Teatro clásico japonés (con notas engadidas)

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EL NOH

TEATRO CLASICO JAPONÉS

Versión con notas engadidas

Al pretender asomarnos a cualquier aspecto de la vida espiritual del Japón, ]lo que a tanto equivale como a decir a la mayoría de los aspec­tos de su vida, por fuerza hemos de referirnos a su Mitología, para no desconocer un elemento integrante de su cultura con  decisiva influencia en la psicología del pueblo japonés.

En el mundo de Occidente la mitología ocupa un lugar específico en los dominios de la ficción, sin que a ningún personaje histórico le sea da­do trasponerlo. A lo sumo, entran en la leyenda sin librarse totalmente de su humana contextura. Los personajes míticos del Japón surgen en cambio, muy frecuentemente, de la nebulosa mitológica para humanizarse a través de la poesía, a través de la literatura, a través de la leyenda, irrumpíendo de este modo en la Historia y borrando asi todo confín entre realidad y mito.Y no se vea en estas apreciaciones un inciso retórico, porque basta asomarse a la vida japonesa, siquiera sea tan someramente como yo lo he hecho, para percibir,  a medida que nuestros prejuicios se suavizan, un soplo impercepti­ble de algún hechizo que nos lleva, sino a comulgar con sus propiaa creen­cias a sentirnos de algún modo tocados por ellas.

Quise, en los postreros días de convivencia con los japoneses, decir adiós a su tierra de encantamiento desde la cumbre del Fuji-Yama, Olimpo de los dioses de la religión shintoista. Inicié la ascensión animado de un  espíritu montañero que me ha llevado a otras cumbres sin el menor ánimo de figurar como el primer español, como luego se me hizo creer, que pisaba tal récinto sagrado, y sin haber dejado atrás las primeras jornadas de faldeo, ya mi bastón  montañero se había convertido en bordón de peregrino que guiaba mis pasos hacia el encuentro de un prodigio, que a cada instante roza nuestros sentidos cuando vivimos en íntimo contacto con los hijos del sol.

Y este es, a mi juicio, el estado de espíritu que ha de animar a un occidental al interior al intentar asomarse a cualquiera de las múltiples facetas que nos muestra la rica y milenaria cultura del Japón.

¿Tendré que agregar que tal disposición de ánimo me parece el mejor camino para vislumbrar muchos aspectos de la cultura del Japón?

De tres partes constan las ceremonias religiosas en los grandes templos del Shintoismo:

Presentación de las ofrendas.

Recitación del ritual.

Danzas de las miko», o sacerdotisas.

El «Kagurá* es tal vez la más antigua de las danzas sagradas, por remontarse al mito de Amateresu-Omi-Kami, ante cuya cueva danza Amé-no-Usumé bajo mandato divino, para implorar a la diosa del Sol que abandone su re­fugio y de nuevo extienda su resplandeciente luz sobre todo el Universo.

A comienzos del siglo VII llega de la China otra danza, el «Guigaku” que por voluntad del príncipe Shotoku, llamado el Constantino del Budismo, se incorpora a los ritos de la religión que él trata de impulsar. Como el Kagurá», ha de recibir aportaciones paganas que le convierten también en una de las fuentes del teatro clásico japonés.

La coreografía, como la mayor parte de las manifestaciones artísticas tradicionales del pueblo japonés, es un juego de insinuaciones que re­quiere previa iniciación para llegar a vislumbrar su sentido. Su primer contacto más nos sugiere la idea de una pantomima que le de una danza del mundo occidental. Apenas si entran en juego las piernas y los pies; en cambio, los brazos describen trayectorias imaginarias, infundiendo vida a las am­plias mangas de las vestiduras, y nos llevan hacia una concepción escultó­rica en que lo estático y lo dinámico parecen fundirse en milagrosa cris­talización.

La música, tamboril y flauta cuyo sonido nos cuesta trabajo asimilar llega a nosotros incisiva y ruda como una talla en piedra, primitiva y llena de símbolos, o nos hace pensar en los dólmenes y menhires de los pueblos celtas. Lafcadio Hearn justifica su permanencia arguyendo que «muy propicia ha de ser a los dioses cuando con tanto celo la defienden de toda evolución”.

Entre las aportaciones paganas que enriquecen las danzas rituales, en el camino hacia el logro del teatro clásico nipón, han de contarse sin duda las que se derivan de las celebradas con motivo de la recolección de arroz, y los recitados heróicos y épicos que   dan al  «Kagurá» y al «Guigaku” una mayor categoría, lírico-dramática.

A comienzos del siglo VIII aparece el “Emmen-no-may”, una forma más elevada de representación que ejecutan los sacerdotes, después de las ceremonias religiosas, en las cuales la danza, el canto y el diálogo se aproximan ya a una forma elemental de representación. El proceso es lento hacia una concepción drámatica definitiva, y hasta los comienzos del siglo XII sin duda por la influencia de los bonzos «Biwa”, sacerdotes budistas que llevan de pueblo en pueblo canciones de gesta, relatos heróicos y de poemas relativos a su religión, al modo de los rapsodas helénicos, no surge el Noh con los caracteres definitivos que habían de hacer de él una de las cimas más elevadas del teatro universal.

La naturaleza del Noh es esencialmente lírica. Sus temas son diver­sos: historias de dioses; leyendas de espíritus, de ángeles y de demonios; relatos épicos y heroicos; y, sobre todo, la preocupación religiosa de inculcar el desprecio hacia los bienes de la vida terrenal. La acción puede ser episódica, incluso darse por conocida ante un público conocedor en los mitos  y en los relatos épicos de los rapsodas, en los cuales frecuentemente bus­can los autores su inspiración. La acción puede ser secundaria porque el «pathos» está no tanto en la génesis de una situación como en el proceso formal elegido para exteriorizarla.

Los textos están escritos en prosa, intercalando la forma clásica del verso japonés de cinco y siete sílabas, con frecuentes citas de textos búdicos, dichos populares o trozos conocidos; lo que, con manifiesta injusticia, sobre todo, se tiene en cuenta el grado de elevada cultura del au­ditorio tradicional del Noh, hace decir a Aston que en el Japón no existe el menor respeto hacia la obra ajena; algo así como si un autor contemporáneo, que da por supuesto un cierto grado de cultura en su público, tuviera que citar el autor de un fragmento conocido de un clásico de su país.

Jamás forma teatral alguna ha llegado a fundir un texto de tan alta calidad poética con un juego escénico que alcanza el grado sumo de la estilización: un golpe del pie contra el suelo puede significar un tributo a los dioses; golpear la rodilla con la mano significa impaciencia; algunos paso hacia delante marcan el final de una larga jornada; Una piedra representa una montaña; una rama puede sugerir un frondoso bosque… El abanico, tal vez el elemento de lenguaje simbólico más amplio en la representación del Noh será, según sus movimientos, una espada o un escudo, y puede indicar la alegoría, el llanto, el vuelo de las aves, el soplo de la brisa, la presencia de la luna… En el vestuario igual libertad de interpretación: nigùn guerrero usa armadura ni un peregrino se viste de estameña, y las más deslumbrantes sedas pueden realzar el atuendo de un plebeyo. Los colores, los dibujos y la riqueza de los brocados están encuadrados también dentro de un simbolismo esotérico.

El Noh está purificado de las preocupaciones de espacio y tiempo. Los más apartados lugares pueden unirse mediante un solo paso, sin solu­ción de continuidad, pueden transcurrir años o siglos mediante juegos poé­ticos que, a la distancia de seis siglos, se revelan; como un recurso cinema­tográfico de nuestro tiempo.

Entre dos y diez oscila el número de los personajes que intervie­nen en las diversas obras. Rara vez sobrepasa esta cantidad. El primer ac­tor, o ejecutante, se llama “shite»; y el que da la réplica, «waki». Peri los compara al protagonista y al deutorogonista del teatro griego. Ambos cuen­tan con acompañantes para la representación escénica y con asistentes que les ayudan en diversos menesteres. El coro aclara cuanto es de orden secundario y accidental, pero no por esto deja de ser esencial en la ordenación del teatro clásico nipón.

Cuando los actores del Noh caminan sobre el escenario marchan con gran apostura, deslizándose apenas a un paso lento y solemne. La voz es ron­ca, de arcaicas resonancias, llana da matices dramáticas, y con una fuerza expresiva difícil de imaginar. De la cadencia del recitativo, el Utai o canto rímico, podemos formarnos una idea teniendo en cuenta que un texto que con facilidad puede leerse en quince minutos demanda una hora de representación.

Usan máscara tan solo el «shite» y sus acompañantes cuando encarnan seres sobrenaturales, fantasmas o personajes femeninos, porque la mujer no tiene acceso al escenario del Noh.

Los altos personajes, príncipes o grandes emisarios, encarnan en ni­ños de seis a ocho años que cumplen su papel con la mayor majestad, sin dar jamás lugar a la ridicula situación, que muchas voces se repite en nuestro teatro clásico cuando aparece un rey sin la menor apostura real.

La profesión de actor no está lejos del sacerdocio: discurre su vida por cauces de austeridad, y no percibe clase alguna de remuneradón. Todavía hoy, los intérpretes de la Okina, una variante del Noh, han de pasar por un período de purificación recogiéndose durante las semanas previas a la fe­cha de la representación. El actor Humera, al educar o sus hijos desde la más tierna infancia, les inculcaba hábitos de pureza en su vida,  si querían ser dignos de pisar el escenario del Noh.

El programa ha de responder a un plan para que abarque las obras típicas del repertorio, que encierra una gran variedad. Una representación consta, aproximadamente, de cinco obras elegidas de conformidad a la regla de «joha y kyu», que Zemmaro Toki aclara, estableciendo un paralelismo entre esta norma y los tiempos de una sonata: exposición, desarrollo y recapitulación. Con arreglo a aquella regla un programa podría, constar de las siguientes obras: una de dioses, una de batallas; una de venganza o que tenga un tema de la vida corríente, una cuyo personaje central sea una mujer; y la última ha de versar sobre seres sobrenaturales, como demonios, duendes o espíritus que penan en el otro mundo.

Es costumbre intercalar, a modo de entremeses, dos o tres piezas bre­ves llamadas»Kioguen», lo que, literalmente quiere decir: palabras locas, cuya misión es liberar al público de la tensión emotiva del Noh. Sus temas son muy equiparables a los de nuestros entremeses o a los de las farsas de Moliere. Los actores, que no mantienen relación alguna con los del Noh, actúan sin coro ni acompañamiento musical.

Antiguamente el escanario del Noh se levantaba al aire libre, y de entonces conserva la simplicidad y pureza de sus líneas. Consta de un es­trado, de poco menos de un metro de altura, de forma cuadrada y de cinco o seis metros de lado. En los ángulos, sendas columnas sostienen el techo cuya estructura recuerda la de las construcciones búdicas. Solo está cerrado al fondo, de modo que la representación puede verse de tres lados, y como único elemento decoratico un pino, pintado a la manera de la escuela Kano, recuerda a sus ascendientes del templo Kasuga, de Nora, antes los cuales se llevaban a cabo las representaciones en los remotos tiempos del nacimiento del Noh. No existe telón alguno. Solo, al final del corredor que une el escenario con una estancia llamada Cámara del Espejo, por que en ella los actores, antes de salir a escena, se encaran con su propia imagen para familiarizarse con ella, una cortina listada de cinco colores, sirve de separación. La salida de los personajes se acentúa al elevar la cortina mediante dos cañas de bambú, formando un baldaquino que les confiere realce y prosapia.

En toda la estructura del escenario se muestra la madera al natural limpia y viva como si la savia no hubiera dejado de circular. A lo largo del corredor tres pinos jóvenes recuerdan los tiempos en que el Noh era casi un rito a cielo abierto, y marcan las pausas de los actores cuando la acción así lo requiere.

El Noh hubo de pasar por un período de aparente olvido, cuando el Japón se abre al resto del mundo, y sus gobernantes consideran como un lastre muchos de los valores de su cultura tradicional. Este  período se señala por una natural confusión al producirse un vuelco hacia los aspectos pragmátioos de la civilización occidental; pero si en él perecen instituciónes y aun formas de vida esenciales en la cultura del Japón, el Noh ha superado tal crisis, merced al cuidado y devoción de guardianes que hoy sentirán el orgullo de haber salvado para la cultura universal una forma teatral que de nuevo se ha incorporado a la vida espiritual del Japón, no como una reminiscencía poética o literaria sino cono una forma viva y vivificante del arte japonés.

Hoy esta forma de teatro ha dejado de ser un espectáculo reservado a una minoría selecta. Congrega a su alrededor a todas las clases sociales, que día a día, le prestan creciente atención. Es frecuente, en verano cuando se celebra al aire libre alguna representación, ver colmado el lugar destinado al público, desde varias horas antes de la señalada para su celebración, que muchos espectadores siguen con el texto en la mano para superar los obstáculos de un idioma arcáico que no resulta inteligible a los japoneses desprovistos de preparación. El Utai se ha convertido en un complemento de la refinada educación, y es  muy frecuente en la temporada estival que algún hotel organice un ciclo de esta modalidad de recitación.

Cierto día en que yo caminaba con despreocupación por una calle concurrida de Tokyo, he podido seguir a un tranquilo transeunte que, ensimismado, recitaba algún poema o algún pasaje de un Noh. Nadie volvía la cabeza ni daba muestra de la menor extrañeza. Y cuando el insólito personaje se perdió en las sombras de una estrecha callejuela, quedó flotando en el aire la resonancia de su voz como un eco de siglos pretéritos; y una reflexión me despertó de pronto: ¿Qué ocurriría un cualquiera de nuestras ciudades populosas si alguien tuviera la peregrina idea de echarse a la calle para encarnar a Segismundo o al Alcalde de Zalamea….

La  forma actual se mantiene, bajo rigurosos cánones, adicta a las representaciones que en el siglo XIV realizaban sus más destacados crea­dores. Un sacerdote shintoista, Kánnami Kiyótsugu, que vive de 1333 a 1384, y su hijo Seami Motokíyo, que le sobrevive sesenta años, ostentan la primacía en la creación del Noh. Ambos son directores y actores a la vez, y se le atribuye la paternidad de más de un centenar de obras del repertorio actual. No estará, demás señalar que Kánnaml Kiyótsugo llegó a ser Daimio, un título equivalente al de señor feudal, con feudo en la provincia de Yamato. Lo que nos da una idea de la importancia que se les confería a lo intérpretes del Noh en el seno de un régimen feudal, en el cual los actores eran tratados con evidente menosprecio.

Una recopilación de doscientas treinta y cinco obras el Yo-Kyokuo Tsugue, es cuanto resta de un acervo de ochocientas. De ellas noventa y tres son atribuidas a Seami Motokíyo y quince a su padre Kánna mi Kiyótsugu. El editor de esta recopilación insinúa que las obras del Noh eran escritas por monjes budistas, clase a la cual pertenecían la mayoría de los hombres de letras de aquel tiempo.

El ideal del Noh, según el erudito Zammaro Toki, se concreta en la palabra «yuguen”, que en la edad Media japonesa resumía la idea de lo bello  y que el propio Seami Motokíyo concretó en la idea plástica de «un pájaro blanco con una rosa en el pico». Pero mi sensibilidad prefiere al «mandarinismo”de esta fórmula las palabras que Nietzsche emplea al hablar de la tragedia griega:»Un estado de espíritu religioso, animado y sereno, libre como un amanecer».

Firma de José Suárez

A pié de página

En la imposibilidad de dar una bibliografíca precisa, por haber perdido en un “accidente postal”, al otro lado del Atlántico, todos mis libros de trabajo y notas recogidas en años de peregrinació, he de limitarme a consignar los nombres de los clásicos de la cultura japonesa y de los trabajos de investigación sobre culturas orientales por mi consultados, y que no reuerdo en su totalidad: E.M. Satow; B.H.Chamberlain; W.G. Aston; Michel Revon; Marqués de la Mazelière; Peri; Lafcadio Hearn y Wenceslau de Moraes, cuyas sutiles observaciones sobre la psicología del pueblo japonés nos abre mundos insopechados de ternura y compresión. Mención aparte  merece el nombre de Armando Martins Janeiro, también escritor portugués, que me hizo partícipe de sus trabajos y encauzó mi orientación de modo tal, que tengo la convicción de que sin su amistad yo no hubiera penetrado ni la más leve capa  del mundo literario y artístico de los hijos del sol, si es que algo he podido captar en un mundo de tan dificil penetración. Quiero también declarar, si es que no resulta obvio el hacerlo, que cuanto en lo aquí queda escrito puede significar trabajo de seria investigación, a mencionados autores se debe, quedando mi labor reducida a la de una cuidadosa recopilación y  a la transmisión directa se sensaciones vividas a lo largo de multiples representaciones y lecturas del teatro Noh.