Juicios y prejuicios sobre Japón

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Juicios y prejuicios sobre el Japón

Lafcadio Hearn, tras haber vivido catorce años en el Japón, y haberse casado con una japonesa que le dio varios hijos, declara:

«Hace mucho tiempo el mejor y más querido de mis amigos japoneses, me de­cía:

De aquí a cuatro o cinco años, cuando se haya convencido de que no puede conocer en lo más mínimo a los japoneses, será cuando en realidad comience a co­nocerlos un poco.

Más tarde he comprendido esta amistosa profecía. Me he dado cuenta, al fin, de que no comprendo en absoluto el mundo japonés y ya me creo, por lo tanto, ca­pacitado para escribir este ensayo”

El ensayo al cual se refiere el gran escritor, que todavía, sigue siendo una de las más valiosas fuentes para asomarnos a la vida del Japón, era su obra, cuyo subtítulo pudiera ser, a juicio de Marc Legér, La ciudad del Extremo Oriente comparándola con la Ciudad Antigua, de Fustel de Coulanges.    

Pablo Neruda, según me contaba Bergamín, decía algo parecido refiriéndose a Méjico:

«El primer año creía conocer aquél país tan bién como Chile; al segundo año ya tenía mis dudas; y al tercer año estaba seguro de no conocer en absoluto a los mejicanos».

Yo puedo permitirme la osadía de decir algo sobre el Japón, porque no he vivido en este país el tiempo suficiente para superar esa ignorancia previa te­ñida de suficiencia. Por otra parte lo que me propongo decir aquí más se refiere a nosotros que a ellos, porque se trata de aclarar algunos “juicios y prejuicios” ajenos, en gran parte, a la voluntad de los japoneses.

El manido tópico del almirante que se disfraza de ayuda de cámara para hacer espionaje es del más puro cuño popular, y algo tiene que ver con esto la profusión de villanos de raza amarilla que nos ha servido Holiwood; pero en los medios intelectuales no faltan equivalentes, sin duda más disculpables, pero no por ello menos erróneos.

Es creencia generalizada que el Japón todo se lo debe a la China; que su raza carece de fuerza creadora y que lo único que puede reconocérsele es una gran facilidad para el remedo.

Evidentemente, la llegada del budismo al Japón, a mediados del siglo VI, marca el punto de partida de un cambio total en su civilización, pero no es lí­cito suponer, si no lo aceptamos como un milagro de Buda, que tal influencia hu­biera dado los mismos resultados si, tanto el budismo como toda la cultura Chi­na, no hubieran encontrado un campo apropiado en la sensibilidad innata en el pueblo nipón.Tal milagro no se ha realizado en Corea, por donde han pasado es­tas corrientes culturales, ni sobra otros pueblos influidos por el budismo.

Sería de muy difícil explicación la rapidez con que se extienden tanto la filosofía, como la literatura, como las artes chinas, entre el pueblo japonés si no aceptáramos la premisa de que este pueblo solo esparaba un impulso para concretar sus valores raciales. Sería obvio que yo tratara de señalarles el auge alcanzado por las artes japonesas, pero tal vez no esté de más el que les llame la atención sobre el hecho de que mientras la pintura japonesa, por ejem­plo, llega a figurar entre las primeras del mundo, la china acaba por copiarse a sí misma; y otro tanto pudiéramos decir de la escultura y aun de la filosofía, porque es del Japón de donde parten las fuentes más puras de la filosofía bu­dista, lo que revela de un modo concluyente que la raza, japonesa no se ha con­tentado con copiar a la civilización china, sino que la ha tomado como punto de partida para encontrarse a sí misma.

Indirectamente, o sea, no por lo que han asimilado sino por lo que han re­chazado, también podemos llegar a conclusiones semejantes para afirmar la perso­nalidad de la raza nipona. Si los japoneses se hubieran limitado a ser un reci­piente del espítitu de la China, ¿por qué no han asimilado el vicio del opio, ni han sometido a sus mujeres a la tortura de la atrofia de sus piés, ni han de­jado que se infiltrara en su modo de vida muchas costumbres negativas de los chinos?. Entiendo que nadie ha hecho referencia, o por lo menos nada he leido yo sobre ello, a estos hechos y sin embargo me parecen de indudable valor para concluir que los japoneses, desde los remotos periodos de su ante-historia, eran ya una raza con aguda sensibilidad para discernir entre lo que podría enrique­cer, su vida y lo que podría empobrecerla.

Nada más lejos de mi intención que, colocarme en la actitud tan típica de un español, de ser más papista que el Papa, negando la influencia de la China sobre el Japón al pretender afirmar la personalidad, japonesa. Al contrario, sal­ta a la vista incalculable deuda que los hijos del sol han contraido con la tierra de los mandarines, pero ¿no estamos nosotros en idéntica situación con respecto a Grecia, y a Roma, y al Cristianismo sin que por ello se nos haya tachado de bastardos de estas culturas?.

No faltan, por otra parte, japoneses que crean que la influencia China ha sido un factor negativo en el desarrollo de la civilisación de su pueblo. Creo que es Aston, porque no estoy seguro de mi memoria, quien cuenta que paseándo­se en cierta ocasión por el     jardín de una casa, a la cuál había sido invitado, en compañía del anfitrión, éste le dijo, parándose ante un jardinero que estaba podando un árbol para darle una forma caprichosa: «He aquí lo que ha hecho de nosotros la civiliaación china».

Si volvemos la vista hacia la transformación que bajo nuestros ojos se está operando en la vida japonesa, tal vez podamos comprender lo ocurrido en los lejanos tiempos en que esta misma vida cayó bajo la égida de  la Chi­na. La influencia occidental sobre el pueblo japones, por­que hay razones de orden económico y de orden social inexistentes en el siglo VI, sin embargo, el observador más superficial que se asome al Japón en estos mo­mentos, puede comprobar como este pueblo va conformando, y a veces transformando, cuanto asimilan de nosotros, para que las facetas esenciales de su ideosincrasia  permanezcan bien visibles.

Es muy frecuente, al hablar de creación, caer en el error de confundirla con la inventiva, y este equívoco se hace patente sobremanera cuando tratamos de aquilatar la cultura japonesa. Partiendo de su literatura, que Michel Revon no titubea en calificar como «una de las más ricas del mundo”, que da obras maestras a comienzos del siglo XI sin equivalente en las literaturas occiden­tales de su tiempo, y siguiendo con la pintura, con la escultura, con el grabado, con la arquitectura, con la jardinería, etc.,etc., para llegar a la vida de cada día del pueblo japonés, la más terminante prueba de originalidad que cualquier pueblo puede ostentar, «a cada paso vamos descubriendo las huellas de la afirma­ción de su contextura espiritual para apartarse con frecuencia de las normas inspiradoras, y para contradecirlas, a veces.Tal ocurre con el Genji Monogatari y el Makura no Sosi, estimadas como las dos obras cumbre de la literatura clá­sica japonesa, que fueron escritas por dos mujeres, damas de arte de la Empera­triz, en el más puro idioma japonés, en momentos en que se estimaba como prueba de gran erudición el escribir en letrado idioma chino.

Nuestra posición adolece, a mi modo de ver, del error de habernos colocado en un punto de vista absolutamente unilateral. No partimos del supuesto de que dos civilizaciones puedan ser igualmente respetables aun cuando discurran por cauces diferentes y apartados, sino que damos por sentado que la nuestra es la única verdadera.

Percival Lowel, al tratar de explicar los rasgos peculiares de los hijos del Sol, afirma que «…los japoneses hablan al revés, leen al revés,y escriben al revés», y yo me pregunto cual es el término comparativo para, establecer tal criterio de oposición, porque muy bien pueden ellos pensar lo mismo de nosotros, y aun con mayor derecho puesto que su existencia, como unidad racial y como uni­dad política, data de unos cuantos siglos más que la nuestras. Esto nos coloca a la misma altura mental de aquel inglés que, aun estando en los antípodas de su país consideraba como extranjero a todo ser viviente que no hubiera nacido en Inglaterra. Pero no faltan actitudes de recta comprensión al respecto: Duran­te mi estadía en el Japón llegué a conocer a un fraile español, lleno de modes­tia y de bondad, filólogo además, que con frecuencia me hablaba de las bellezas del idioma japonés, insistiendo sobre todo en la lógica de su estructura. Este buen fraile, después de haber vivido treinta años en el Japón, había sin duda llegado a superar un estrecho concepto occidentalista con una auténtica catolicidad, y ya los términos revés y derecho eran para él relativos.

Al lugar común de la falta da originalidad, con el cual nosotros denostamos la cultura japonesa, no son ajenas las impresiones de los aventureros que, con distintos pretextos,»cayeron sobre el Japón tan pronto como este se abrió a los paises  extranjeros en 1876. Sin duda no les fue tan fácil como ellos cal­culaban el cambiar avalorios por pepitas de oro, y de entonces data, en parte, esa confusión lamentable entre inventiva y creación a la cual me he referido, porque lo que más sañudamente les reprochan es el apropiarse de la inventiva ajena, como, si esa no fuera el pan de cada día entre nosotros, cuando una paten­te no la protege.

Y conste que para defender la personalidad bien definida del pueblo ni­pón, no tenemos por qué encerarnos en el coto de las manifestaciones típicas de la inteligencia. Podemos salir al mundo en donde se funden los valores del espíritu con lo puramente utilitario y también ahí encontraremos muestras pa­tentes en abono de nuestra afirmación:

El Japón se libera de su organización feudal a fines del siglo XIX y a principios del siglo XX ya no cuenta con un solo analfabeto entre sus habitantes. Nosotros, a cuatro siglos de idéntico fenómeno, todavía seguimos organizando campañas para desarraigar al analfabetismo. En el país de los hijos del Sol la madera es posiblemente la materia prima de mayor consumo, sin embargo yo jamás he visto un calvero en sus bosques, porque una sabia legislación, que data de siglos regula las talas racionalmente que señalan que en parameras que antes fueron magníficos bosques,y en la Argentina, los quebrachales del Chaco van dando paso a desiertos salitrosos. ¿Es que acaso una legislación bien urdida no puede ser también una acabada prueba de originalidad?.

Una lista detallada de hechos semejantes en los campos de las letras, de las artes, de la filosofía,de la legislación, de la moral, de la ética, etc., sería interminable y no está en mi ánimo, ni en mis fuerzas, el analizarlas a fondo para sacar conclusiones; lo que sí quiero afirmar de un modo concluyente es que jamás me he enfrentado con un mundo tan rico de contenido espiritual ni más pleno de originalidad que el mundo de Amaterasu-o-kamo, la diosa del Sol, y sobre el que más se hayan cebado los prejuicios.

Es posible que ustedes estimen estas palabras desprovistas de objetívidad; si por objetividad se entiende un frío criterio de observación, están en lo cierto porque yo no he ido al Japón tan deshumanizado como para volver como vuelven ciertos turistas que, tras un viaje a España, hablan de los toros, o de una juerga corrida en Madrid; simplemente porque han podido comprar por un precio ridículo un buen traje de auténtico paño inglés.Yo he puesto vehemencia en mi modo de ver y de interpre­tar la vida japonesa porque creo que esta actitud no es incompatible con la verdad y la contraria si lo es con sensibilidad. Por otra parte, y salvan­do distancias astronómicas en el tiempo y en la significación de los nombres, esta actitud mía, que podría ser la de cualquiera de ustedes porque es consubs­tancial con nuestra raza, tiene precedentes dignos de ser conocidos:

. San Francisco Javier, que llega al Japón en 1549, dice, según cita de Félix Regsmey:

«En la medida en que a mí me es posible juzgar, los japoneses sobrepasan en virtud y en honradez a todas las naciones descubiertas hasta hoy».

Y Baltasar Gracián escribe en El Criticón-Parte II-Crisi VIII-Armería del Valor:

«Estando ya sin virtud el Valor, sin fuerzas, sin vigor, sin brío y a pun­to de expirar, dicese que acudieron allá todas las naciones, instándole hiciera testamento a su favor y lés dejase sus bienes. Será este mi lastimoso cadáver, este esqueleto de lo que fui. Id llegando que yo os lo iré repartiendo.

Fueron los primeros los italianos, porque llegaron primeros y pidieron la testa.

-Yo os la mando,dijo, Seréis gente de gobierno, mandaréis el mundo en entrambas manos.

Inquietos los franceses, fuéronse entremetiendo y, deseosos de tener mano en todo, pidieron los brazos.

Temo, dijo, que, si os los doy, habéis de inquietar todo el mundo.Seréis ac­tivos, gente de brazo. No pararéis un punto. Malos sois para vecinos”

Y el pobre Valor va  repartiendo despojos hasta que otorga «..el cora­zón a los japoneses, que son los españoles del Asia».

Al trasponer el umbral de la casa japonesa es de rigor el descalzarse, como signo de respeto hacia los dioses lares que la habitan.Y, para entrar en el mundo de encantamiento, cuyo vislumbre yo intento a través de mis fotografías, yo les aconsejo que se libren del lastre de prejuicios y vuelvan, en cierto modo, al candor de la infancia, a ese transparente estado de espíritu propicio a los cuentos de hadas que todavía pueden cobrar vida en el maravilloso Japón.