(Guión de una conferencia. Paraninfo de la Universidad de Montevideo)
La Pintura Japonesa
José Suárez
Dice Stewart Dick, conocido historiador del arte japonés:
«Todo arte se funda en un conjunto de convenciones al cual corresponde un modo propio de expresión. Si nosotros queremos comprender el arte de los japoneses, debemos de aceptar sus convenciones, aprender su lenguaje (artístico) y ver las cosas con los mismos ojos con que ellos las ven».
Stewart Dick entiende, al parecer, que sin enfundarnos en la piel de un japonés no estamos capacitados para compartir las emociones artísticas de una raza cuya cultura no es la nuestra, ni para comprender las obras de arte que fueron concebidas y realizadas bajo impulsos religiosos, filosóficos o simplemente estéticos, que difieren de los nuestros. Con lo cual el arte de los hijos del Sol quedaría confinado en el estrecho límite de sus fronteras y su universalidad no sería sino un espejismo, que desmiente la amplia expansión de su conocimiento a través del mundo entero. Es posible que nuestra admiración no haya respondido a las mismas causas que gobiernan las reacciones de los nipones, pero esto sería un mérito más que apuntar en favor del alcance ecuménico de su arte, que si ha movido nuestra sensibilidad de occidentales es porque el idioma artístico no es patrimonio de determinadas pueblos ni de razas determinadas, sino un bien común y específico del hombre, que aflora por doquier cuando la sensibilidad y la cultura encuentran un clima espiritual propicio para su desarrollo.
Viene a decir nuestro entrañable y gran poeta Antonio Machado, con palabras que no recuerdo estrictamente, que, tras alcanzar la categoría humana, son nimias las diferencias de hombre a hombre y que más distancia separa al hombre de la escala zoológica que le sigue, que al sabio, del más ignorante ejemplar de la especie humana.
Y quiero decir yo con esto, que si japoneses y occidentales pertenecemos a la misma humanidad, las diferencias que nos separen han de ser de menor monta que las afinidades que nos unan, y, por lo tanto, no ha de ser tan quimérico nuestro afán de comprensión ni nuestro empeño de acercamiento espiritual.
Hasta la saciedad se ha repetido que en el Japón el arte no se circunscribe a los medios de expresión habituales entre nosotros, sino que se infiltra en los más recónditos resquicios de la vida japonesa; y esta es tal vez la primera verdad que, de un modo concluyente, salta a la vista y embarga el espíritu de quienes la suerte haya llevado hacia las hermosas tierras de la diosa Amaterasu. No hay un solo objeto, por humilde que sea su finalidad, del que no trascienda su intención de agradar; no hay un solo gesto en el pueblo japonés que no tienda a hacer amable la convivencia; su paisaje se diría creado para avivar el goce de los sentidos; y hasta su arte culinario se preocupa más de la estética que de su inmediata finalidad material, que en modo alguno descuida.Todo constituye una fiesta para los ojos; una satisfacción para el espíritu, guiado por una lógica instintiva; todo constituye también un regalo para el tacto, como muy acertadamente señala Ernest Chesnean al escribir:
«Ellos (los japoneses) han llevado el sibaritismo del arte más allá de cuanto sería dable imaginar. No solamente han incorporado a su modo de vida los más raros placeres, las satisfacciones más exquisitas, desarrollando todos los recursos, todas las posibilidades, todas las magias del color sino que han ido mucho más lejos todavía al inventar lo que yo llamaré «la estética del tacto». La forma de los objetos que ellos realizan está calculada con gran refinamiento para estimular todas las delicadezas de este sentido”.
Uno de los rasgos esenciales del carácter japonés es su amor hacia la naturaleza, con la cual convive de tan entrañable manera que ni siquiera maldice de sus arrebatos; se sobrepone a ellos y los acepta con resignación, consciente de que, en el orden universal, tanto cuenta la furia tenebrosa de un volcán, o la fuerza devastadora de un tifón como el leve hálito de su vida. Quizá en el goce que encuentra el japonés en su contacto con la naturaleza, haya como una compensación instintiva por las amenazas que constantemente se ciernen sobre sus islas. Nadie como él ha sabido convertir en objeto de un culto cuanto puede ser fuente de belleza, o cuanto aporte un misterio de vida siquiera sea esta tan tenue como la transparencia de una hoja, o como el fugaz arco iris de una mariposa en vuelo.Tampoco en pueblo alguno se ha visto tan plenamente justificada una religión panteista que sugiera, más que un estado espiritual primitivo, un grado avanzado de evolución religiosa.
Kaibara Ekiken, moralista del siglo XVII, en su Rák(u)kun o Filosofía del placer, ilustra sobremanera la comunión del pueblo nipón con la naturaleza, en un tono ascético al cual nada tendría que reprochar la moral cristiana:
«Si conducimos nuestras apetencias hacia las íntimas satisfacciones y si hacemos de nuestros oidos y de nuestros ojos los intermediarios de los goces externos,se recibe un placer inmenso de la belleza de los paisajes y de las diez mil cosas que se encuentran entre el cielo y la tierra. Esta suerte de deleite día y noche nos encanta de mil maneras.Quienes aman la contemplación de la naturaleza se convierten en dueños de las montañas, de los ríos, de la luna y de las flores. No están obligados al halago ni a un dispendioso gasto para procurarse tales alegrías, que jamás se agotan por mucho que de ellas se disfrute. Es una propiedad que nadie disputa, porque los bellos paisajes, las montañas, las aguas, el viento y la luna a nadie pertenecen.
Aquellos que así se satisfacen conocen los placeres que existen entre cielo y tierra; no envidian el lujo ni las diversiones de la riqueza porque estos goces son superiores a los de los honores y a los de la opulencia. Quienes los desconocen no pueden ser dichosos porque ignoran las maravillas que abundan ante sus ojos.
Los placeres mundanos se truecan en sufrimiento aun antes de haber llegado a su fin».( Mística: Fray Luis: “Del monte…)
En tonos no tan sobrios como los del sabio moralista, podríamos señalar una letanía de cantos a la naturaleza, en el tránsito de las estaciones, o en su aparente quietud, que llenan las antologías poéticas o asoman en el poema del más modesto de los hijos del Sol, que se extasía ante un claro de luna o se recrea escuchando el bordoneo de un insecto. Tan hondamente vives el paisaje que no se limitan a la simple contemplación; quieren olerlo, y oirlo, y sentirlo; y para ello piden ayuda al perfume de las flores, al murmullo de las aguas, a la leyenda, al mito, al canto del poeta, al arte, en fin, que así los dota de un sentido complementario para apurar el goce de la belleza en sutilezas que a los demás mortales, en gran parte, nos están vedadas. Su casa no es un baluarte que le aisle del exterior; es apenas un refugio de endeble contextura, confundido espiritual y físicamente con el paisaje al que demanda cuanto le basta para concretar ese poema arquitectónico hecho de la madera virgen, del esbelto bambú y de la pulpa de los arrozales convertida en luz.
En la China no solo la caligrafía era considerada como un noble arte sino que se tenía a la pintura por uno de sus vástagos; y en el Japón todavía hoy el gaku, cuadro caligráfico con una sola frase, un solo símbolo, un solo carácter, figura en el lugar preferente de la casa. Ambos pueblos escriben con pincel y no con pluma, y si tal profusión de artistas en ciernes no basta a crear el genio del dibujo, sí contribuye a que este surja más fácilmente, dentro del juego natural de circunstancias que, desde temprana edad, señala al niño uno de los caminos de la creación artística. De ahí la pléyade de pintores japoneses que, desde los recatados retiros monacales, en los primeros tiempos del budismo, hasta las escuelas populares que llegan hasta el siglo XIX, han hecho de su arte uno de los más sugestivos del mundo, y sino el más rico, tal vez el de personalidad mas acentuada de cuantos se conocen.
La pintura, como las demás artes, llega al Japón con los budistas que, desde la China, van a propagar su religión, entre los siglos V y VI de nuestra era. Se conjetura sobre la posibilidad de que algún pintor coreano les haya precedido, pero este punto se pierde, como otros muchos, en la maraña de mitos, leyendas y realidades que es la historia del pueblo nipón en sus comienzos.
Solo de pasada, porque harto he insistido ya en otras ocasiones, sobre la injusticia de creer la cultura japonesa un remedo de la china, por el hecho de que a esta le haya tocado en suerte el honor de alumbrarla, quiero señalar que el artista japonés asimila de tal manera la enseñanza de sus maestros, que no solo afirma inmediatamente su personalidad sino que la impone poco a poco en la obra de aquellos, al llevar a los recintos monacales los aires paganos del siglo. Cabe pensar, al estudiar la evolución de la pintura en el Imperio de los Hijos del Sol, en un proceso de “niponización“ de los pintores chinos, al hallarse en un medio imbuido del culto hacia lo bello y de un sensualismo totalmente reñido con la sordidez china.Tal vez esta insinuación parezca aventurada; pero pensemos en el Greco, que llega a España, y olvida sus antecedentes bizantinos e italianos para convertirse en un artista español, sobre quien pesan todas las preocupaciones religiosas del sombrío clima ibérico de su tiempo.
De cualquier modo, es la religión nueva que llega al Japón la que con sus pintores abre el ancho cauce por el cual ha de discurrir la facultad creadora del pueblo nipón, que encuentra en la pintura algo así como un complemento de su personalidad.
En un principio casi podríamos considerar este medio de expresión artística como privativo de monjes y monasterios, al igual que en nuestra Edad Media, y solo al servicio del culto y del proselitismo. Es en el recogimiento del templo en donde los bonzos budistas trabajan e imparten la enseñanza de la pintura a un pueblo que se diría dotado para ella a juzgar por la facilidad con que asimilan principios y técnicas, cuya existencia ni sospechaban siquiera.
Aun en los estrechos límites de los asuntos religiosos, budas, budisávas e ilustraciones de Sutras, no son temas que puedan tratarse con libertad, la exuberancia naturalista del alma japonesa ha debido de hacerse presente muy prematuramente, para tortura de los monacales maestros. Sin embargo, de origen religioso, y con la presencia del espíritu del budismo de esencia idealista, surge la pintura japonesa libre del pecado original de un naturalismo que tan visiblemente frena el vuelo en muchos períodos del arte occidental.
Los medios técnicos no pueden ser más elementales: uno o dos pinceles, tinta china, algunos colores líquidos y una hoja de papel, o de seda y de tal simplicidad saca el pintor nipón la transparencia de su obra para darnos, más que la forma externa, transitoria y por lo tanto perecedera de las cosas, su esencia espiritual permanente.
No es realista pero estudia pacientemente la naturaleza sin intención de copiarla, solo atento a cuanto alienta tras la superficie, para luego recrea libre de las trabas de lo anecdótico. Se cuenta de Seshu, tal vez el más brillante pintor del siglo XVI, que, tras viajar a la China en busca de maestro descubre en la naturaleza la fuente inagotable por sus enseñanzas y de Sosen que, para observar de cerca las costumbres de los monos, vive entre ellos y acaba por asimilarse sus monerías.
Este sería pues el proceso creador del pintor japonés: una observación insistente y tenaz, en la cual no cuenta el tiempo; y cuando el tema que se propone desarrollar está grabado en su espíritu, se recoge ante el papel, o la seda, que aguarda el soplo creador, y al correr del pincel nace la obra de arte, fluida y honda, sin tropiezos ni titubeos, sin un solo retoque y sin insistencias que no podría resistir el frágil soporte. Se cuentan historias mil, de obras plenamente logradas en contados minutos, tras largos períodos de preparación y se glosa la maestría de artistas que con un solo trazo de su pincel han dado vida a maravillosas creaciones.
Difícil es imaginar hasta que extremos alcanza en el artista japonés el dominio del pincel, que no en balde comienza a manejar en sus primeros pasos hacia el trazo de los caracteres. De él sin duda le viene la técnica personalísima que lo caracteriza, y en la que cuenta no solo la ejecución en sí, sino también la preparación del pincel y la justa dosis de tinta que este absorbe, para ser empleada íntegramente en cada trazo.
La preferencia del pintor nipón por los temas impersonales, una vez que se emancipa del ambiente religioso, podría explicarse tan solo por su carácter contemplativo, que le permite encontrar en la naturaleza cuantos símbolos exigen su religión, su filosofía o simplemente sus apetencias plásticas; pero esto sería simplificar demasiado ante la complejidad del espíritu japones. Se cuenta de un pintor que, al preguntarle por qué en sus cuadros estaba ausente el hombre, contestó: «Es lo primero que presupongo en todos mis trabajos, desde los más nimios hasta los de vastas proporciones. Sin el espectador, sin el hombre que dialogue conmigo a través de mi arte, estimaría imcompleta mi obra, que solo cobra vida cuando alguien la mira; y he ahí, con carácter permanente, el elemento humano que usted echa de menos». Anécdota o parábola, no sería fácil encontrar más sutil forma de entendimiento entre un artista y su público.
La síntesis es tal vez la característica más saliente del artista japonés, a ella llega tras un proceso de análisis en el cual todo lo anecdótico, todo lo superfluo, todo lo que no tiene una traducción espiritual inmediata, se va descartando para retener tan solo el sentido hondo de las cosas, la dominante, o, como diría nuestro Don Miguel de Unamuno, su tuétano.
Esta facultad de síntesis, que podemos ver a través de sus poemas de diecisiete y de treinta y una sílabas tanto como en sus creaciones pictóricas de apenas unos trazos, que forma parte de la educación japonesa, hasta el punto de aparecer integrando su propia psicología, se estima uno de los principales obstáculos que se opone a nuestra comprensión de su arte.Yo me pregunto de donde proviene este lugar común, tan falso como tantos que constantemente nos salen al paso; porque, a mi entender, y perdóneseme tan inofensiva vanidad, la facultad de síntesis es instintiva en el ser humano; es el análisis lo que demanda un propósito y una educación o, mejor, una preparación. Analizamos cuando queremos llegar al conocimiento cabal de algo: un sentimiento, un fenómeno, un objeto; pero sintetizamos involuntariamente con el recuerdo que nos lleva hacia personas o lugares que han adquirido alguna significación en nuestra vida; y sintetizamos también en el ensueño de los seres queridos, cuando los imaginamos envueltos en un halo que solo nos permite ver de ellos la dominante de su personalidad. Seríamos nosotros entonces, por el simple hecho de nuestra contextura humana, que nos lleva a imaginar y a soñar, tan capaces de síntesis como los japoneses; y ellos nos aventajarían tan solo en el privilegio de poder crear un arte capaz de vivificar ensueños y recuerdos.
El artista japonés sugiere e insinúa porque trata de igual a igual a su espectador, dialoga con él. Señala un camino y deja un amplio margen para que la imaginación vuele a sus anchas levantando castillos sobre los cimientos de una cabaña. Que lejos estamos aquí de la pobreza de espíritu de muchos de nuestros artistas que se empeñan en darnos las cosas “digeridas” como esas lecturas que denigran nuestra época, y en hacernos volar a ras de tierra tan solo porque ellos son incapaces .
En sus comienzos, la pintura búdica se encamina más bien hacia el ornato de los templos y hacia las necesidades del culto. Han de pasar varios siglos antes de asomarse a la vida profana, a través de los retratos de algunos personajes de la corte, tal el del príncipe Shotoku, llamado el Constantino del budismo, por cuanto hizo para que esta religión arraigara en el Imperio de los hijos del Sol. Dado su carácter religioso, toda la producción pictórica de los primeros siglos es anónima, porque ningún sacerdote budista osaría asociar su nombre a unos cuadros que están al servicio del culto, ni esto se avendría con el renunciamiento a la propia personalidad que está presente en toda la doctrina del budismo. Durante el período de la pintura llamada búdica, que va desde el siglo VI hasta el nacimiento de la escuela Tosa en el siglo XIII, solo conocemos la existencia de una obra pictórica de vastas proporciones tras la cual alientan unos artistas que, en su mayoría, no han ofrecido su obra a los hombres sino a Buda y a su religión.
Esta pintura, la que más tarda en conocerse en Occidente, por haber sido muy contados los ejemplares que han traspuesto las fronteras, es la piedra angular del arte japonés, que adquiere categoría universal, sobre todo, por la significación de las obras maestras de este período.
A través del tiempo, y por el polvo acumulado al correr de los años tanto como por el humo de los inciensos, la mayoría de las pinturas búdicas parecen monocromas, pero en algunas de ellas, en el retrato del príncipe Shotoku, por ejemplo, se encuentran vestigios de bermellón, ocre, amarillo, azul, verde y púrpura, siempre, por supuesto, en las tintas planas que caracterizan el arte japonés. Ha pretendido verse en ellas una fórmula greco-hindú, mongolizada por los chinos y por los coreanos, y hasta se le asignan influencias persas, a través del budismo de la india.
En el siglo IX surge el primer gran pintor profano del Japón: Koce Kanaoka, juzgado en todos los tiempos como el más grande artista de su raza. La autenticidad de muchas de las obras a él atribuidas se pone en tela de juicio, aun cuando la mayoría de las que se le reconocen tratan todavía temas religiosos, su fama se asienta más bien en las de asuntos profanos. Le tientan todos los temas: el paisaje, el retrato, los animales, sobre todo los caballos, que llega a pintar con un virtuosismo y una fuerza tales, que de él se cuenta la siguiente leyenda:
Los campesinos de una comarca japonesa se alarman ante los destrozos causados en sus sembrados, durante la noche; y no sabiendo a que atribuirlos montan guardia para indagar la causa. Un gran caballo negro irrumpe en sus campos, arrasando cuanto encuentra a su paso; y corren tras él hasta que se refugia en el templo budista de la vecindad.Traspuesto el umbral, un profundo silencio reina en el interior y ni el más leve signo denota el paso de la bestia. De pronto, uno de los campesinos descubre, en un gran cuadro de Kanaoká, el caballo negro, todavía sudoroso y jadeante. El misterio queda desvelado, y el animal, tras atarlo a un poste que figura en el cuadro, mediante una cuerda pintada a grandes trazos, nunca más reincidió en sus correrías.
Es muy frecuente juzgar a los pintores de la escuela búdica solo por sus temas religiosos, pero de aquí no ha de inferirse el que no se hayan dejado tentar también por los del siglo. Lo que ocurre es que, al abrigo de los templos, las obras dedicadas a Buda, y tal vez por su divina protección, se han defendido mejor que las profanas, contra el paso del tiempo.
Kasuga no Motomitsu, en el siglo X, funda una escuela secular y puramente japonesa, llamada la escuela de Yamato, nombre con el cual el Japón se asoma a su historia. Pinta, sobre todo, escenas de la vida religiosa, de la aristocrática y épicas; a veces se adentra también por la leyenda. Andando el tiempo esta escuela se convierte en la que lleva el nombre de Tosa, conocida como la de la corte del Mikado. Prefiere entre sus temas cuantos se refieren a la vida de los cortésanos, «ellos mismo los pintores de esta escuela, proceden de la nobleza, e inician las grandes escenas épicas de la historia de Yamato. A los Tosa se debe la curiosa convención de levantar los techos de los edificios, «como nuestro Diablo Cojuelo,» para mostrar su interior.
Su estilo es analítico, llevando el preciosismo a extremos tales que los ropajes de sus personajes más bien parecen la obra de miniaturistas. Los colores son claros, vivos y brillantes, y utilizan el oro en gran profusión.
Los más grandes maestros de esta escuela son Mitsunobu y Mitsushígue, que viven entre los siglos XV y XVI.
Con el estilo de la escuela Tosa cae en desuso la pintura búdica, hasta que, en el siglo XIV la impone de nuevo Cho Densu al desterrar los preciosismos y las fórmulas de la escuela aristocrática. La obra de este pintor, monje budista, está impregnada de espíritu religioso pero se le conocen también muchos temas profanos. Su pintura se señala por la perfección del dibujo y por la riqueza del color. Se le compara al propio Kanaoká.
En Cho Densu apunta ya el renacimiento de la escuela china que ha de iniciar en el siglo XV el período de los grandes paisajistas.
Un chino ,Josetsu, nacionalizado japonés, es el iniciador de este movimiento, y se le conoce, más que por su, obra, por la influencia que ejerce a través de sus enseñanzas. Entre sus discípulos se cuentan Shiubun, a quien aun hoy se estima como uno de los grandes paisajistas del Japón, y Seshu, no solo el más famoso de los maestros del renacimiento chino, sino también, de estar a lo que afirma Camila Hovelaque, uno de los grandes maestros de la pintura universal; el Rembrandt del Japón y del paisaje. Seshu ha sido un gran pintor sin limitación de temas; sus paisajes son ásperos, sublimes, profundos, animados de misteriosos personajes que podrían desaparecer de la escena ante nuestros propios ojos; el tratamiento de su obra es fuerte y de una segura ejecución. Viaja a la China, en busca de enseñanzas que le abran horizontes más amplios, y se vuelve hacia la naturaleza, único maestro de quien todavía puede aprender. Recorre bosques, montañas y riberas y acaba por ser el guía de muchos artistas chinos. El Emperador le encarga una serie de murales de su palacio, y sobre uno de ellos vuelca Seshu la nostalgia de su patria, pintando la venusta figura del Fuji Yama lejano.
La escuela Kano, que hace su aparición en los albores del siglo XV, es otra vital consecuencia del renacimiento chino. Sus miembros, llevados por el ascetismo, utilizan con preferencia el blanco y negro, agregando apenas alguna nota de gris, marrón o verde, por estimar demasiado sensuales los brillantes colores de la escuela Tosa. La belleza de su linea se convierte en elemento esencial, constituyendo un fin por sí misma.
Su pintura puede considerarse como una continuación de la del período búdico, y el paisaje, tema principal de sus obras, aparece brumoso y vago, espiritualizado por la influencia de las doctrinas Zen: paisajes de nieve invadidos por un aterciopelado silencio; un sol rasante de atardecer sobre los tejados de un pueblo de pescadores , una montaña entrevista a través de la niebla, tocada en su cima con un rayo de sol…
El fundador de esta escuela es Kano Massanobu, a quien el mismo Seshu recomienda, siendo aquel todavía un aficionado, para terminar la decoración mural del templo de Kinkaku-ji,en Kioto, al quedar inconclusa por la muerte del maestro Oguri Sotan. Por aquel entonces un artista en ciernes trilla los caminos del Japón, sin otro bagaje que sus pinceles. Pinta cuanto le sale al paso y subviene a sus gastos mediante el trueque de la obra. Su nombre es Motunobu hijo del fundador de la naciente escuela, a la cual habrá de incorporarse llevando consigo el favor del publico. Llega a superar la fama de su padre, y su dominio del paisaje y de la pintura de pájaros, no desmerece de la profundidad con la cual trata el retrato. Se convierte en el pintor más célebre de la época y el propio Mitsushígue, entonces jefe de la aristocrática escuela Tosa, le da su hija en matrimonio. Muere cubierto de años y de honores, tras haber iniciado su vida de artista por el camino de la bohemia.
La escuela Kano cuenta en el siglo XVI con muchos nombres ilustres entre sus adictos. El Shogun elige entre ellos a Yéitoku, nieto de Motonobu, para convertirlo en su pintor favorito, y Yusho, Sanraku, Sánsetsu, sigue la brillante tradición de sus antepasados y maestros. Un siglo después recibe un nuevo impulso con Tanyu, que raya a gran altura por su audacia y por su espontaneidad, llegando a crear verdaderas obras maestras con la máxima economía de elementos plásticos; e Itcho, gran dibujante y magnífico colorista, cierra el ciclo de los excelsos maestros de la escuela que inicia Kano Massanóbu.
Mientras tanto, sin someterse a las normas de escuela alguna, o más bien pasando por todas para tomar de cada una lo que mejor se avenga con su temperamento o con el tema a tratar, surgen unos cuantos pintores que muestran su preferencia por las flores y por los animales. Los más importantes son: Sosa, Chiyokuán y Kórin.
El primero de ellos mantiene una gran afinidad con la escuela Kano y pinta, sobre todo, aves de rapiña y pájaros de cetrería; y el segundo es tal vez el artista más sobresaliente de su tiempo.
Korin es un consumado maestro, que vive en la segunda mitad del siglo XVII y a principios del XVIII, y se le señala, además como el primero en la pintura sobre laca. Su dibujo es firme, poderoso y flexible. No se le puede relacionar con escuela alguna, porque su personalidad las desborda todas, y lleva a la máxima expresión el sentido japonés de la composición y del equilibrio. «Es posible, dice Stewart Dick, que el Japón haya tenido uno o dos artistas de más amplia concepción, pero ninguno de tanta originalidad y cuya obra haya sido más fascinadora».
Hasta aquí, en el orden cronológico un poco convencional del cual nos hemos valido para poner un asomo de rigor en esta exposición, llegan las escuelas que se mantienen adictas al Mikado, a la nobleza, a la casta militar y al clero, es decir a las clases dominantes en el Japón feudal, porque las del «común», agricultores, artesanos y comerciantes, no cuentan sino para las gabelas que hacen posible la existencia de aquellas. Y todavía dando señales de vida la escuela Kano, hace ahora su aparición una escuela popular, que, libre del yugo religioso, y tornando la vista hacia la vida de cada dia en busca de sus temas, inicia el arte del pueblo y para el pueblo, saliendo así al encuentro de las apetencias de cultura que, poco a poco, se van despertando en las clases populares. Su nombre es Ukiyo-e, término con el cual el budismo designa la sociedad profana y que, “según los caracteres con que está escrito, puede significar: «mundo de miserias» y «mundo flotante o mundo pasajero» y que, al tiempo en que surge esta nueva escuela en arte del Japón, “quiere decir simplemente: «mundo actual o tiempo presente».
Tras una ininterrumpida serie de luchas intestinas, que mantienen al Japón en constante zozobra a lo largo de períodos enteros de su historia, llega al fin un paréntesis de calma al culminar la obra que inicia Nobunaga, prosigue Hideyosi y termina Iyeyasu Tokugawa, con el sometimiento de todos los daimios, o señores feudales, que hacían de sus apetencias una permanente fuente de discordias.
Con Iyeyasu, hombre de estado de singular talla, el de más relieve en la historia del Japón a partir de los personajes míticos, su país entra en una era de paz y de prosperidad que repercute en todas las clases sociales. Los nobles caen en el exceso del lujo y de la ostentación; los hombres de armas se dejan invadir por la molicie y crean una nueva casta, algo así como la aristocracia napoleónica; y las clases medias y bajas, hasta entonces deprimidas por una vida de miseria e inquietud, pueden al fin entregarse a su trabajo con relativa tranquilidad, y el bienestar les abre una serie de perspectivas materiales y espirituales que se traducen en un acceso a la cultura y a los goces del arte, bienes antaño privativos de las clases dominantes, porque arte y cultura salen en su busca para dar lugar a un movimiento que, aun dentro del rígido marco de la vida feudal, deja trascender el brote de una incipiente evolución hacia principios democráticos.
Hasta entonces el pueblo, incluso estaba ausente de los temas pictóricos; solo se apelaba a él para componer el marco que había de encuadrar el boato de un noble, o la gallarda y arrogante figura de un guerrero, sin concederle otra importancia que la de un elemento más de la decoración que ni siente ni padece. Es a la escuela Ukiyo-e, cuyos artistas, en su mayoría, proceden de humilde origen, a quien cabe el honor de incorporar al mundo de la pintura ese pueblo resignado y noble a quien el gran Iyeyasu ya llama: «la base del Imperio».
No hay acuerdo en concretar en un artista determinado el punto de partida del estilo que ha de conocerse con el nombre que encabeza esta escuela. Se habla con insistencia de Ywasá Matahéy, en los comienzos del siglo XVII, pero del examen de sus obras parece desprenderse que, si bien son de las llamadas de género, trata esencialmente temas clásicos de la China y del Japón, que en modo alguno pueden ser incluidos entre los que caracterizan a la escuela popular. Autorizadas opiniones de críticos y eruditos japoneses contemporáneos, entre ellos Huzikaké, creen que tal honor debe de recaer en Hisikawa Moronobu, contemporáneo de Matahéy.
De hecho, un movimiento artístico de la amplitud del que nos ocupa, rara vez se debe a un solo hombre; suele ser el resultado del esfuerzo colectivo de temperamentos que vibran al impulso de idénticos anhelos. La escuela búdica es una resultante del espíritu religioso de su época; la escuela Ukiyo-e puede ser la conseciencia de los aires de renovación que agita la vida japonesa hacia su emancipación del régimen feudal en los siglos que preceden a su liquidación.
Antes de alcanzar esta escuela su popularidad, ya acusa hondas diferencias que la separan de las precedentes y que más afectan al fondo que a la forma de sus normas y procedimientos. No rehuye sistemáticamente los temas tradicionales, pero se inclina en cuerpo y alma hacia los qué se inspiran en la vida de cada dia, y sus artistas proclaman el principio de que la belleza basta por si misma como fin, sin ahondar en la trascendencia de las cosas. Es necesario, acaso, que las constelaciones se aproximen?», vienen ellos a decir.
Desde el punto de vista del oficio son eclécticos; toman de las demás escuelas cuanto se aviene con su modalidad, sin rehuir ni la riqueza miniaturística de los Tosa, ni la sobriedad melancólica de los paisajes de Kano, y hacen uso de las distintas técnicas, norma aceptada en la pintura japonesa, de acuerdo con el tema que tratan en cada momento.
Al siglo XVIII perteneceden también dos grandes artistas independientes que forzosamente he de citar: Tani Buncho, maestro del retrato, del paisaje y de las flores y el gran Hókusai, a quien Whistler proclama «el pintor más grande después de Van Dyck» y en cuyos personajes asoma a veces la grandeza de los de Velázquez.
La escuela Ukiyo-e constituye una reacción contra tradiciones clásicas de más de un milenio; y esto, unido a la clara intención de dirigirse a las clases del común, dentro del feudalismo japonés, explica la causa de que sus artistas no sean tomados en consideración por las clases elevadas. Jamás un kakemono de cualquiera de ellos hubiera sido colgado en la casa de un noble, y ha sido necesario el transcurso de mucho tiempo, y tal vez los ecos de la admiración del mundo occidental del arte, para que se comprendiera sin prejuicios y cuando ya lo mejor de su obra había traspuesto las fronteras, cual era su verdadero significado dentro del arte pictórico nipón.
En todo caso, aun descontando la indiferencia de los contemporánea que estaban en la obligación de estimar y conservar su obra, esta, en el aspecto que pudiéramos considerar estrictamente pictórico, no debe de haber sido muy abundante, cabe suponer que si la escuela Ukiyo-e ha dejado tan honda huella ha sido, sobre todo, por adaptar su estilo al grabado en madera, de elementales antecedentes remotos, recreándolo y enriqueciéndolo hasta hacer de él el lujo decorativo de las casas que no podían ostentar el tradicional kakemono.
En la imposibilidad de referirme, ni someramente siquiera, a cada uno de los grandes artistas del grabado, lo que por si solo demandaría varias disertaciones, no he de mortificarlos con una lista de nombres entre los cuales reconocerían sin duda alguna los de: Moronobu, Kyonaga, Kyonobu, Hiroshige, Toyokuni, Hokusai,Utamaro y tantos otros.
La pintura japonesa, a partir del momento en que cae en preciosismos y en la aplicación de fórmulas, inicia una decadencia que hace crisis en el siglo XIX. Su dibujo pierde firmeza, carece del vigor que era una de sus características, incurre en superficialidades que son la negación del noble período búdico, y la síntesis ya no es el resultado de un análisis previo, a través del cual el artista va decantando sus inquietudes, sino una fórmula más. No supo intuir el momento en que su ciclo se había cerrado, para irrumpir por nuevos caminos sin apartarse del espíritu japonés, y hoy se debate en una encrucijada que cierran, por un lado quienes se aferran a la envoltura de la grandeza pasada, desconociendo el presente; y por el otro los que se olvidan de la alcurnia de su pintura y buscan savia ajena con que remozarse, en fuentes que, a su vez, se han inspirado en los maestros japoneses de antaño.
En cierta ocasión nos lamentábamos ante el temor de que la influencia occidental pudiera incidir sobre muchos aspectos admirables de la vida japonesa; y un profesor de idioma portugués que estaba a nuestro lado, nos dijo, con la autoridad de más de treinta años de convivencia con los hijos del Sol: «Bah!.No hagan caso de las apariencias; también yo he sentido esos temores a mi llegada. Sin embargo, de entonces a hoy, Tokyo tiene más luz y menos barro, pero los japoneses siguen siendo los mismos».
Pues bien, mientras los japoneses, no cambien no hay por qué abrigar temores sobre la suerte definitiva de su arte. De las dudas de hoy surgirán las afirmaciones de mañana, y de nuevo su fértil vena creadora, conquistará para la pintura japonesa el lugar de privilegio que le cupo en el concierto del arte universal