Marineros y tiburones

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Marineros y tiburones

Argumento cinematográfico en tres etapas: Amargura-Esperanza-Plenitud. José Suárez

Las doradas arenas de una playa de las rias de Galicia, reverberan con el sol de tornasiesta. Un perro mastín duerme sobre un aparejo de pesca, bajo la ventana entornada de la habitación en donde duerme su amo, a la vuelta de la “marea”.

Bajo el parral de una solana que se abre hacia la bahía, al socaire de la brisa del Noroeste, una viejecita de manos sarmentosas, ya torpes para las labores caseras, remienda un rudo chaquetón, mientras con el pie mece una cuna de pino reluciente. Con cautela, temerosa de interrumpir el sueño de una criatura de apenas un año, se inclina hasta unir sus caras, y, dulcemente, canta:

Turulú, miña miniña

Quen te manda turular.

Turulú, miña miniña,

Quen te manda turular.

Túa nai vai no muiño

E teu pai anda no mar.

Ai lalalo, ai lalalo.

Ai lalalo,ai laláaa…

La vieja rueda de un molino perdido entre frondosa alameda, gira lentamente, como si se entregara al bullicioso juego de las aguas cantarinas.

Del interior del molino llega el eco de una alegre «muiñada». Muchas ca­ras bonitas de mozas campesinas, y un molinero, viejo enharinado de pies a cabeza a quien la bondad y la picardía asoman a sus ojos entreabiertos va de un grupo a otro hasta detenerse al lado de una rapaza que ignora su presencia atenta a recoger la harina de su molienda.

– Tu siempre tan guapa, Maruxiña…Pero no trabajes tanto, que te vas a fatigar…Déjame que yo te eche una mano…

Y la mano del molinero avanza con intenciones aviesas encontrándose en el camino con un manotazo de la muchacha, que le dice:

– Una mano a qué, al trabajo o a mí?…Salga de ahí, viejo paroleiro, que es más ladino que un raposo.

– Pero padrino, y cuando ha de tener juicio?.

El molinero se vuelve y sonríe a la persona que le habla.

– Candidiña: tú por aquí?.

– Claro, con tanto barullo de gente moza usted nunca se da cuenta de quien entra en el molino, no es cierto?.

El molinero elude la sorna y habla como si el reproche no fuera con él:

 – Ya me dijeron…ya me dijeron…Por lo visto Ramón compró la motora con que sale a la mar; y aparejo nuevo; y más “leiras” en el maizal del Castro…Mu­cho debe de producir la pesca para pagarse tanta regalía. Pero eso si a llo­rar miserias no hay quien le gane a la gente de mar…

– Si la gente de mar tuviera molinos con molienda de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, sin importársele de vientos ni de marejadas, estoy segura de que no mendigarían el pan que comen…Mire tio Francisco, no me haga hablar, porque usted sabe muy bien lo que nos cuesta salir adelante, y como se hacen estas cosas.

El molinero abandona el aire de chanza y pregunta muy serio:

– Caísteis en las manos de Don Arturo, como si lo viera…

Cándida asiente con la cabeza:

– El nos prestó el dinero que nos hacía falta.

– No hay arte como la de ese “arroaz” para pescar en tierra. Quiera Dios que no os hayáis metido en un enredo.

– Y por qué me dice eso. (Pregunta cándida alarmada)

– Porque esa fábrica es insaciable con las vidas y los afanes de los ma­rineros. Ya ni el aire del valle nos dejan respirar a gusto. No ves que cada día echan más humo esas chimeneas solo para que se enriquezca su dueño ?

Cándida, visiblemente impresionada por las palabras de su padrino, habla como tratando de alejar un temor:

– Mi Ramón, usted bien lo conoce. Es hombre de cumplir cabalmente su pala­bra y ya pagó parte de la deuda. Si la suerte nos acompaña pronto quedará saldada del todo.

El molinero se lleva la mano a la cabeza:

– Sí mujer sí. Pero que tu marido no se descuide porque esa gente siempre tiene el aparejo listo para la pesca de altura, sin salir a la mar…

Y mientras Cándida trasiega la harina de la artesa a un saco, de un gru­po de gente joven salta una canción de «muiñada»:

Unha noite no muiño,

Unha noite non e nada.

Unha noite no muiño,

Unha noite non e nada.

Unha semaniña enteira,

Eso si que e muiñada.

Ai lalelo, ai lalelo, ai lalelo, ai lalala…

Una de las muchachas que cantan pega un respingo y se encuentra con la cara desfachatada del molinero:

– “Raxo”… Quien tuviera cuarenta años menos!

– Cuarenta y el pico, diablo de viejo, que nunca tiene las manos tranqui­las. Está con un pie en la sepultura y aun no pierde las mañas. A cuando es­pera para asentar la cabeza.

El viejo sonríe, sin darse por aludido:

– Y dime, preciosiña, no te animarías a casarte conmigo antes de que el diablo me llame para ajustarme las cuentas?…Tengo algunas «leiras» de buena tierra ; y la maquila de este molino no es cosa de despreciar…

– Salga de ahí, que usted es capaz de firmar un trato con el diablo y al final será el quien salga perdiendo….

La muchacha rompe a cantar y sus compañeras corean:

Non te cases cun muiñeiro, qui quiri quí,

Non te cases cun muiñeiro, qui quiri qui,

Que ten moito que lavare, la lara la.

Cásate cun mariñeiro, qui quiri qui,

Cásate cun mariñeiro, qui quiri qui,

Que ven lavado do mare, la lara la.

Tranqueando por empinada cuesta, un burro cargado con un saco de harina, sube lentamente tanteando las pisadas para no dejarse engañar por la alfom­bra dorada de las hojas de los castaños cuya caida anticipa el otoño. Cándida lo sigue a corta distancia y al desembocar en un altozano, coronado por un horreo que destaca su blanca silueta sobre el cielo, mira a lo lejos y llama:

-¡Ramonciñoooo!….

Hace bocina con las manos y repite:

– ¡Ramonciñoooo!…

– Ya voy mamá!…

Y Ramonciño aparece por entre los pinos, en la flor de sus nueve años, con un tronco de madera que va tomando la forma de un rudimentario barqui­to. Muy de cerca le sigue una ovejita blanca, que toma en brazos, y las otras ovejas, las diez o doce que componen su menguado rebaño, lo siguen también,  sin dejar de triscar a un lado y al otro del camino. La brisa del Noroeste, que va ganando fuerza, se enreda en las copas de los pinos.

Ramón da Quinteira, de pie en la proa de su lancha, tan firme oomo si for­mara parte del tajamar, clava en la lejanía sus ojos azules de aguilucho cel­ta, sin importársele del sol que los hiende de frente, y habla a un viejo ma­rinero:

– No alcanzo a ver por donde andan los de la Fábrica.

– Qué quieres, pescar a la par de ellos?.

– Y por qué no?.Acaso las aguas tienen dueño?.

– Quién sabe si no lo tendrán algún día, como no le pongan coto al ham­bre de esos tiburones…No me sorprendería nada si de la noche a la maña­na apareciera cerrada la boca de la Ría para cobrarle portazgo a los mis­mísimos navios de la Armada.

Ramón subraya con una sonrisa las palabras del viejo.

– Siempre las mismas historias a la cuenta de Don Arturo y de la Fábri­ca.

– Historias?…Dímelo a mí que sufrí en carne propia sus artimañas. Só­lo yo sé lo que hube de luchar para sacarle de las garras el Maizal de Arriba. Era la fianza por el pasaje de mi hijo, cuando se fue a las Américas y para cobrar una deuda de dos mil pesetas querían arrapañar con unas leiras que valen más de diez mil…Cúídate, si llegas a tener tratos con esa gente. Mira que te lo dice el tío Camilo…

Ramón da Quinteira no le dejan indiferente las palabras del marinero; y como para librarse de una mala sospecha dice:

– Yo pienso que con los de la Fábrica, como con todos los que se dedican a prestamistas, todo es cuestión de leer con calma lo que se firma.

– Si, si ¡…Las lecturas que no harían falta para darle alcance a esos galgos !…

Los golpes de mar, que rompen al costado de la lancha, y el monótono mar­tilleo del motor, se adueñan del paréntesis de silencio que sigue a las pa­labras del viejo.

-Bueno Ramón: que te parece si largamos por estas aguas?.

– Me gustaría salir más afuera, contesta Ramón. Si llegamos hasta los bajos de Candeiro podemos llenar la  bodega  a nuestro gusto.

El viejo marinero se rasca la cabeza:

– Puede que tengas razón. Pero piensa que no navegamos en un trasatlán­tico.

Ramón se vuelve rápido y replica sin acritud:

– Y desde cuando de la tripulación del Anduriña se dijo que fuéramos marineros de agua dulce?.

– Si, hombre, si. A todos los que vamos a bordo nos sobran singladuras navegadas hasta para regalar, pero una motora no es una pareja como las de la Fábrica…Además no me gustan nada esos nubarrones que se vienen por el No­roeste. . . Pero, en fin, tu eres el patrón.

– De patrón a grumete, en nuestra lancha, poca es la diferencia. Acaso no vamos a quiñón y parte, y no nos beneficia por igual una buena marea?.

– Si, Ramón, si. ¡Avante!….

Y la mirada del viejo se vuelve hacia la popa hasta clavarse en la costa imprecisa que se aleja lentamente.

El viento que llega de mar afuera avanza en la noche, dejando atras las encrespadas olas, lame los malecones y los rompeolas y salva los vallados y los muros que se oponen a su paso. A contrapelo, barre las tejas y se enreda en las troneras de las chimeneas, penetrando por ellas con inflexiones casi humanas.

Cándida, sentada todavía ante la mesa de la cocina, que muestra las huellas de una frugal cena, compartida oon la Abuela y Ramonciño, escucha con so­bresalto los aullidos del viento.

– Miren en lo que vino a dar la brisita de la media tarde.

Se levanta, va hacia la ventana y se queda con la cara pegada a los crista­les, como si interrogara a la noche.

Ramonciño juega con la mano de su hermanita, que sonríe en el regazo de la Abuela, ajeno a la zozobra que se siente en el aire.

– Ai mamá, y yo cuando podré salir a la mar en el Anduriña.

Es la abuela la que contesta:

– Aun te quedan unos cuantos años para ir a la escuela. Has de aprender a leer y a escribir antes de meterte en un oficio.

Cándida se revuelve airada:

– Que será un oficio de tierra, porque  nuestra familia ya dió demasia­das vidas al mar.

Una racha de viento, que sobrepasa en fuerza a las precedentes, abre vio­lentamente la ventana y barre cuanto encuentra a su paso.

Cándida va hacia la ventana apresuradamente, y, al oir el bramido del rom­peolas, exclama:

– Jesús, María y José…Como brama el ladrón! Parece como si quisiera tra­garse la tierra.

Al cerrar violentamente la ventana, Cándida ahoga una jaculatoria de la Abuela:

– Virgenciña del Carmen! no desampares a los marineros!.

Una mariposa de aceite, que alumbra una estampa sagrada, se apaga brusca­mente, viéndose tan solo una pequeña columna de humo.

Y la oscuridad se llena del llanto de la niña que la Abuela sostenía en su regazo.

El sol, encaramado en la espadaña de la iglesia, señala las primeras horas de la mañana. Un pescador, que llega precedido del pisar seco de sus botas de aguas, se detiene ante la casa de Cándida y golpea tímidamente en la puerta:

La ventanuca de una casa vecina se abre lentamente encuadrándose en ella la curtida cara de una anciana:

– No hay nadie en la casa, Manuel. Andan a la procura de noticias por la prefectura…Es que se sabe algo ya?

– El Anduriña naufragó a la altura de Ons, y solo se salvó el timonel… Parece que un golpe de már volcó la lancha cuando estaban largando, y caye­ron todos envueltos en el aparejo.

La anciana cierra lentamente la ventana, musitando un rezo o ahogando una maldición, y el marinero vuelve sobre sus pasos seguido de algunas per­sonas que caminan en actitud de duelo:

La cabeza humillada y la actitud re­signada.

Revuelo de lamentaciones  y misa de entierro con pompa de fuerzas vivas y carraspeo de responsos. Don Arturo, en primera fila, «prestigia el acto con su presencia» y con su impecable traje de circunstancias. Su aire es compun­gido, que para eso se llama «el padre de los marineros».

Lentamente las aguas vuelven a su cauce. Ni siquiera, en el luto permanente de un pueblo de orillamar, se nota la ola de ropajes negros de las fami­lias de los tripulantes del Anduriña.

En la Prefectura del puerto, y sobre la carpeta de lo que en términos burocráticos no pasa de ser un «accidente marítimo» se estampa el ARCHÍVESE de ritual.

Solo Cándida se aferra a una llamita de esperanza. Día y noche camina en peregrinación desesperada de uno a otro pueblo de la costa, preguntando si ha llegado algún marinero perdido. Sus lágrimas tejen un rosario que va unien­do los puertos de pescadores. Vuelve a su casa y no acierta a enhebrar el hilo de su nueva vida de viuda de marinero.Y todavía, cuando su desesperación sube de punto, sale alguna noche a recorre  la costa con un farol de luz mortecina que le da el aire de un alma en pena encaramada en los acantila­dos.

Ramonciño ya no podrá librarse de la triste suerte de los de su casta: será pescador, porque la casa ya necesita de su trabajo, y tendrá que someter­se a los riesgos y a la dureza de la vida marinera.Y este es el primero de los sacrificios que a Cándida han de dolerle en carne viva.

En un manso atardecer, con las arenas de la playa cubiertas del oro viejo que les presta el sol poniente, Ramonciño camina muy ufano, porque ya se siente un marinero hecho y derecho con solo figurar en el rol de la tri­pulación de la trainera del tio Castilla. Con el traje de aguas bajo el brazo avanza con aires de viejo hombre de mar.

Una mujer que anuda las liñas sueltas de un aparejo, comenta con una compañera señalando hacia Ramonciño:

– Mira aquello…

– Adiós Ramonciño, la mujer habla cariñosamente. Parece que cambiaste el oficio de pastor por el de marinero.

– Si señora. Salgo para la mar en la lancha del tio Castilla.

La mujer sigue a Ramonciño con la mirada y comenta:

– Pobre rapaz; cómo se iba a librar de la maldición del mar si vino al mundo en casa de pescadores…

– Y pensar que su madre quería hacer de él un hombre de tierra- comenta la otra mujer.

Ramonciño llega a la lancha de la cual es el nuevo tripulante, y comien­za a trajinar de un lado a otro. El balido de un corderito viene a distraer­lo de su tarea. Al borde del mar, sorteando las olas que tratan de alcanzar­lo, su amiguito lo llama incesantemente.

– Qué tienes que hacer tú aquí…No te dije que me esperaras en la casa?.

El corderito mira hacia Ramonciño mientras el patrón se acerca y dice:

– Ajá! Con este tripulante no contábamos al hacer el rol.

Ramonciño, temeroso de que el tio Castilla tome a mal la presencia del  animalito, habla un poco atropellado:

– Ya lo oiste; no puedes venir con nosotros porque no te pusieron en el rol. ¡Lárgate ya para casa!.

El corderito, impasible, clava sus cuatro patas en la arena.

Cándida está sentada a la puerta de su casa, con sú hijita hundida en el regazo. Pela guisantes que toma de una cesta, tan abstraida que ni siquiera se da cuenta de la presencia de su padrino, el Molinero, que se le acerca pau­sadamente.

– Que dices, Candidiña…

Cándida levanta la cabeza:

– Padrino!. Que viento lo trae por aquí?.

Viento, viento…Apenas una brisita de la otra banda del río. Me llama­ron del Ayuntamiento para esas historias de los consumos, y, como me pillaba de paso, me dijé: qué buena ocasión para hacerle una visita a mi ahijada. Tu ya sabes que muy de tarde en tarde me visto de domingo para venir al pueblo.

Cándida mira a su padrino, como tratando de adivinarle las intenciones:

– Así que le pillaba de paso y tuvo que pasar el puente para venir has­ta aquí…Padrino qué nos conocemos…Dígame; con que intenciones viene.

El Molinero se sienta, en un banco de piedra que hay al lado de la puer­ta, y habla como tratando de restar importancia a su visita:

– Y que me ha de traer, como no sea el aquel de verte y de echar una pa­rrafada contigo. O es que ya no quieres ver a los amigos?…

– Qué esta diciendo ahí. Acaso en esta casa no se le consideró siempre co­mo de la familia?.

Un breve silencio se interpone entre los dos, con la mirada del Molinero clavada en su ahijada.

-Dime como andas con tus trabajos.

– Y en que casa de marinero no abundan, contesta Cándida, abrumada.

– Tampoco faltan en las de los que no salimos a la mar. Pero hay trabajos y trabajos, y tú sabes muy bien lo que quiero decir.

Cándida habla sin atreverse a mirar a su padrino:

– Mire, Padrino, la verdad sea dicha, aquí no nadamos en la abundancia pero tampoco pasamos necesidades, por  lo de ahora.

El corderito de Ramonciño salta por encima de Cándida y entra en la casa.

– Ya ve: aun nos queda «hacienda” de que echar mano en un caso de apuro, y sonrie con una mueca de dolor.

El Molinero se levanta bruscamente:

– A quién le pediste hace dos días un saco de harina?…

Cándida no se atreve a mirarlo.

– Soy el paño de lágrimas de todo el pueblo, cuando aprieta el hambre, y tie­nes que ser tú quien vaya a llamar a puertas ajenas. Este feo no te lo perdo­no.

– Yo…Padrino…

– Qué padrino ni que cuatro cuartos. Por qué no fuiste por el molino ? Mis artesas no están vacías para vosotros; o es que estas cosas hay que prego­narlas a los cuatro vientos.

La madre de Cándida se incorpora al grupo.Trae al brazo una cestita con los utensilios de remendar redes, y de ella saca una carta que le entrega a Cándida;

– Al pasar por la Fábrica me dieron esta carta para ti.

La Abuela repara en la presencia del Molinero y saluda:

– Que te trae por aqui, Francisco ?.

– Nada Rosa, quería saber algo de vuestras vidas.

Mientras el Molinero habla, no aparta la vista de Cándida que lee la carta con visible preocupación:

– Yo no entiendo lo que quiere decir esto…Es del Abogado de Don Arturo. Dice no sé que cosas de liquidar la deuda…Pero mi Ramón, que en gloria esté,  me dijo que teníamos cuatro años para pagar y este año ya abonó lo que le correspondía a más de los réditos…No entiendo ( le alarga la carta a su padrino).

El molinero lee detenidamente, mientras las dos mujeres le miran preocu­padas.

– Este raposo ya tiene prisa por entrar en el gallinero…No te preocupes mujer. Mañana yo iré contigo a la hora que dicen y trataremos de arreglar el asunto.

En el sombrío estudio del abogado de Don Arturo, uno de sus empleados lée un documento, con aire de quien se sabe de memoria el contenido.

– Según deduce de las cláusulas de este documento, el importe de la deuda deberá de hacerse efectivo en el momento en que él prestamista lo crea conveniente, cuando haya fallecido alguno de los deudores solidarios, respon­diendo mancomunadamente con todos los bienes de ambos.

– Y no podría, señor, decirme todas esas cosas en gallego?, porque, la verdad sea dicha, yo no entiendo una palabra.

– Todo es muy fácil de entender, Candidiña.(Replica el Molinero adoptando un continente que denota muy a las claras la seriedad de la situación)

– Y dí­game, a cuanto asciende lo que resta por pagar del préstamo?.

– Resta por pagar…Resta por pagar…Algo así como dieciseis mil pesetas.

Cándida se levanta asustada al oir la cifra.

– Qué?…Pero si a mi Ramón no le dieron más que quince mil, y para eso ya pagó casi la mitad, más no sé cuanto de réditos por el año que corre.

– Es que usted no tiene en cuenta los gastos de escritura y demás a cuyo pago se comprometió su difunto marido, que santa gloria haya.

Cándida se vuelie hacia el Molinero:

– Sólo eran quince mil pesetas, padrino.

EI Molinero fulmina con la mirada al leguleyo:

– Gastos de escritura y demás… ¡Y un rayo que os coma vivos a todos!.

– Señor, yo sólo cumplo con mi obligación…Además, el documento está bien claro en todos sus términos.

– El papel aguanta cuanto le ponen encima (replica el Molinero).

Cándida, aturdida, pugna porque las lágrimas no asomen a sus ojos.

– Yo quiero hablar con Don Arturo. El siempre fue un buen amigo nuestro.

– No te molestes «miña filla».Tanto él como este son lobos de la misma camada, y aun esté,al fin y al cabo, sólo hace lo que le mandan.

– Bueno, ya hemos hablado bastante (El empleado se levanta)

– Además yo no tengo por qué aguantarle a usted impertinencias.

Cándida y el Molinero se van hacia la puerta, y, a punto de salir, este le dice al chupatintas:

– Dígame, señor usted no estaba el dia 17 en la feria de Ventosela?.

– Yo no pierdo mi tiempo en ferias ni romerías.

– Disculpe entonces,señor…seguramente lo que pasó es que vi su cara en la cabeza de algún perro.

El empleado reacciona tardiamente a la chacota y, cuando vuelve la cabeza hacia la puerta, alcanza a ver al Molinero que, con sorna y ceremoniosamente, la cierra.

La campana de la lonja de pescadores anuncia la llegada de los barcos que vuelven de la pesca.

Los puestos de pescado están listos para la venta, y, al frente de uno de ellos aparece Cándida ordenando su mercadería. Una vecina de puesto, de más edad que ella, trata de aconsejarla:

– Tienes que cambiar de modos para tratar a las señoronas; el mal genio hay que dejarlo en casa, cuando se viene a la lonja.

– A como pide por estos salmonetes esmirriados?…

Cándida y la mujer que la aconseja, no dan crédito a lo que están vien­do. La pregunta procede de una señora espigada que más parece un palillo de dientes con faldas.

Es la consejera quien contesta:

– Es que ahora se los hacemos aerodinámicos, como , la linea de la señora.

Cándida se rie, pero recobra su seriedad ante la presencia de otra señora que se aproxima a su puesto, acompañada de la criada, y examina el pescado calándose los impertinentes.

– Dígame, señora, usted, por un casual, no será de la inspección veterinaria del puerto?

– La señora se encampana con solemnidad y opta por no darse por aludida.

– A cuanto están las sardinas?…

– A cuatro reales la docena, señora.

– Qué barbaridad !. A este paso tendremos que renunciar a comer pescado.

– Ojalá nosotras pudiéramos renunciar a venderlo, porque este trabajo no le es como jugar a la canasta, señoraaa…

La sirvienta pugna por contener la risa, mientras la señora no puede contener la indignación:

– ¡Qué impertinente!…

Cándida, que tiene ganas de desáhogarse, no se resigna a que la señora se vaya sin su despedida:

– Y en cuanto a eso de que el pescado es caro, por qué no se compra la señora una lancha y se hace a la mar?. O es que cree que a los pescadores les viene a la mano con solo llamarlo desde el malecón?.

Carcajada general en la Lonja e indignación incontenible en la dama, que increpa a un pobre guardia municipal que trata de ocultarse para no meterse en líos.

– Y a usted para que le pagan. No ve que están faltando al respeto a una señora?.

El guardia amaga con un saludo ceremonioso, y, sin prisa, se acerca al puesto de Cándida:

– Ya te tengo dicho que cuides la lengua, porque cualquier día me veré precisado a llevarte presa.

– Sólo esto me faltaba. Apártate de mi vista si no quieres que te haga tragar esta centolla.

El guardia da un paso atrás, por temor a que la amenaza se convierta en hecho, y Cándida sigue increpándolo:

– Lampantín ¡ Por qué no trabajas en vez de andar disfrazado de mamarracho!.

Nueva algarada entra las pescadoras, mientras la compañera de Cándida se acerca a ella para aconsejarla una vez más:

– Pero cuando aprenderás a dominarte, mujer.

– Y qué quiere: que me deje avasallar por ese truhán?…Pero descuide, que de ahora en adelanta me portaré como una señora.

Y dirigiéndose al guardia, lo llama muy amablemente:

– Oigame, Don Nicanor, No le gustaría llevarse este regalito para la cena?.

Y antes de que el pobre representante de la autoridad se haya dado cuenta de las intenciones de Cándida, ya recibe en plena cara el impacto de una merluza de regular tamaño, que dá con él en el suelo.

Toda la lonja es una descomunal carcajada.

La madre da Cándida trabaja en la playa repasando un aparejo de pesca. A su lado, usando una «patela» de pescador a guisa de cunita, duerme su nieta.

Dos hombres, con aire de paseantes, avanzan hacia donde la mujer está trabajando y esta trata de reconocerlos luchando contra su vista cansada. Habla para sí:

– Uno de esos hombres, no será Don Antonio?…Esta vista mía…

Elevando la voz, llama:

– Ai Don Antonio…Si quisiera hacer el favor!…

Don Antonio, médico del pueblo, se acerca a ella:

– Qué dice,señora Rosa. Alguna novedad por su casa?.

Ninguna señor…las que usted conoce, que no son pocas… Ahora lo llamaba aquí, mi nietecita, que duerme en una patela, no anda nada bien. No come, no duerme ni de dia ni de noche…

Un reconocimiento superficial de la niñita, hace exclamar a Don Antonio:

– Pero bendita de Dios, llévese a esta criatura de aquí, si no quiere que se le muera en la playa.Yo paso por la botica e inmediatamente iré a su casa.

La Abuela toma a la niñita, con ayuda del médico, e inmediatamente se encamina hacia su casa.

En la alcoba de la casa de Cándida, el médico prepara una inyección a la débil claridad de una ventana entornada, mientras dice:

– Pero como no se les ocurrió llamarme antes?…

– Qué quiere, señor. En esta casa todos perdimos la cabeza desde que falta mi Ramón.

Cándida sigue con la mirada todos los movimientos del médico que, mientras pone la inyección piensa en alta voz:

– Me temo que todo esto sea inutil…Llegamos demasiado tarde…

Ramonciño salta a tierra desde la lancha del Tio Castilla. Lleva una patela repleta de sardinas.

Un marinero lo saluda cariñosamente:

-Buen copo hoy, eh Ramonciño?.

Ramonciño muestra ufano el contenido de la patela.

– Mire!. Me voy corriendo a casa para que mamá y la abuela se pongan contentas.

En casa de Cándida, el médico sale de la alcoba, contristado. En el interior de la habitación, Cándida y su madre lloran, y, en contraste con su llan­to,  de la calle, llega la alegría de Ramonciño:

-Mamá!…Abuela! …Hoy si qué hubo pesca abundante.

Sube las escaleras apresuradamente y se detiene al escuchar el llanto de las dos mujeres. Entra en la alcoba y, al acostumbrar sus ojos a la penumbras,  clava la mirada en la cunita en donde yace el cuerpo de su hermanita, con la cara cubierta. Levanta el sudario y rompe a llorar           

– También tú,,.,Maruxiña, quisiste dejarnos!…

La Abuela se acerca al muchacho y trata de consolarlo;

– No llores, Ramonciño…Dios la llama a muy buena edad para ahorrarle los trabajos de este mundo. Ahora ya está en el cielo, y tal vez sentada en las rodillas de su padre…Quién sabe si él mismo no pidió que se la llevaran para no sentirse tan solo!…

La rueda del molino del padrino de Cándida deja correr por entre sus canjillones el agua del rebalse, sin girar sobre su eje. En el silencio de una tarde de domingo se recortan nítidos los golpes del picó de acero que muerde el cuarzo de la muela. El Molinero pone en su tarea la meticulosa atención de quien realiza un trabajo cariñosamente, sintiendo afecto hacia las herramientas de su oficio, poniendo en él un poco de sí mismo.

En la puerta del molino, recortándose en la tarde, aparece la enlutada silueta de Cándida. Avanza lentamente, envuelta en el murmullo del agua y en los golpes secos del trabajo de su padrino, que se sorprende al verla.

– Buenas tardes, Padrino…

El Molinero se levanta perezosamente y se saca las gafas de protección mientras contesta al saludo:

– Candidiña!…Ya creí que no ibas a venir.

– Me retrasé un poco por los muchos trajines de la casa y de fuera de ella.

– Y menos mal que Dios te da fuerzas para sobrellevarlos.

– Ni sé como el cuerpo humano dá para tanto.

La contestación de Cándida, tan preñada de resignación, abre un parénte­sis de silencio. El molinero la invita a sentarse en un taburete mientras él lo hace sobre la misma muela.

– Siéntate aquí «miña filia»…Te llamé porque tenemos que hablar sobre muchas cosas y en ningún sitio íbamos a estar tan a gusto como aquí…Tu vis­te nada más tranquilo que un molino cuando la rueda esta en reposo?.Este ruido  del agua le adormece a uno y nos ayuda a olvidar algunas de las miserias de todos los días…Pero vamos a nuestro asunto.

Cándida, que conoce muy bien a su Padrino, se pone en guardia recelando de un preámbulo con tantas vueltas.

– A qué no sabes de quien he recibido carta…De Carmiña, mujer… Mi hija me pregunta por tí…Como pasa el tiempo!. Todavía me parece veros saltar por entre estas artesas, cuando aun erais rapazas…A ti no te gustaría vol­ver a verla?…

Un silencio preñado de interrogantes, y Cándida pregunta con timidez:

– Es que vuelve de las Américas?…

– No. Quiere que tú vayas junto a ella (afirma el Padrino, de un modo deci­dido que sobresalta a Cándida hasta el punto de batirse el Molinero un po­co en retinada) Bueno ella dice eso con la mejor intención, y no pasa de ser un decir; pero si tú no estás conforme…

– Padrino, no me pida que me vaya de aquí!…

– A mí me vas a decir lo que cuesta apartarse de estos valles: las lágrimas de  «morriña” que yo derramé por allá!…

-Y o prefiero llorar aquí, y no me iré.

– Tú harás lo que quieras, que para eso no tienes quien te mande, pero en mi está el aconsejarte y no lo haría de mejor corazón si se tratara de mi hija…Candidiña, yo le di muchas vueltas a tu asunto y no encuentro otra so­lución para tus trabajos.

Cándida acentúa su abatimiento y el Molinero aprovecha este momento de debilidad para volver a la carga:

– Bien está que decidas sobre tu suerte, pero y la de tu hijo?…No te parte el alma el verlo salir a la mar, con sus pocos años?…Y cuenta con que sus trabajos ni siquiera empezaron…

El Padrino ha puesto el dedo en la llaga y Cándida rompe a llorar:

– No te aflijas, mujer que Dios aprieta pero no ahoga. Después de todo, para un gallego el irse a las Américas apenas es otra cosa que cambiar de lugar dentro de la propia Galicia. Sabías tú que solo en Buenos Aires hay más gallegos que en Vigo o en la Coruña?.. Y aun hay quien dice que cuan­do Colón puso pie en aquellas tierras, algunos de los que salieron a recibirle ya eran gallegos.

Cándida no puede contener una sonrisa.

– No te rias, mira que te digo la verdad y si no me crees puedes pregun­társelo a cualquiera que haya estado por allá.

Cándida va hacia la ventana y reposa la mirada en las aguas tranquilas de la represa, que refleja nítidamente la esbeltez de los abedules. Se vuel­ve hacia su Padrino y le habla con imprecisión:

– Pero, Padrino, como podré salir de la madeja en que estoy metida. Mi madre…

El Molinero la interrumpe:

– Yo me cuidaré de que nada le falte.

– El dinero de los pasajes…

– Eso lo dejas de mi cuenta.

– Al parecer todo lo tiene usted ya pensado…Pero queda el asunto del préstamo de Don Arturo.

– También de eso tenemos que hablar…Ayer estuve con el abogado.

– Y qué le dijo!..pregunta cándida alarmada.

– No hay nada que hacer: cuanto tienes está hipotecado para responder de la deuda, y tus bienes no han de bastar para cubrirla, una vez que pasen por las manos de la curia.

– Pero Dios mió, es que aun no he sufrido bastante?.

– No te aflijas «filliña», porque nada vas a conseguir llorando…Todo es­to era de esperar, porque es la historia de cada día.

Cándida rompe a llorar y su Padrino a duras penas puede contener las lá­grimas, mientras habla:

– Cálmate, Candidiña. Verás como ha de cambiar tu suerte. Recuerdas cuando se marchó Carmiña?.Todos lloramos como si fuéramos a perderla y hoy vive fe­liz, con un buen pasar, y no hay año sin que se compren alguna «leira”. Y tu bien sabes que por aquí mi yerno nunca hubiera salido de pobre, como todos los marineros que enriquecen a los de la Fábrica.

Cándida ya no tiene argumentos que oponer, y su Padrino dá el asunto por concluido.

– En unos dias arreglaré la cuestión de los pasajes, y en cuanto al raposo de la Fábrica déjalo por mi cuenta: Como me llamo Francisco qué aun he de darle más de un dolor de cabeza!

El murmullo del agua pone un fin lírico al encuentro del Molinero y de Cándida.

En un rincón de cementerio campesino, en donde no hay lujo de sepulturas pero sí alegría sobria de flores campestres y de plantas que crecen sin dis­ciplina, el sol de un atardecer tranquilo alarga sombras que se doblan sobre la tapia. Ramonciño, frente a la cruz recordatoria de su hermanita, con un man­zano joven en la mano, le habla mentalmente:

– Te dejo como recuerdo este manzano, Pequeñita, y cuando vuelva de las Américas traeré dinero bastante para hacerte un panteón como los del cemen­terio de la Villa…Y a papá también he de colocarle una cruz en la isla de Ons. Díselo a él. Para que se ponga contento.

Ramonciño pone fin a su ofrenda mental y entierra las raices del arbo­lito.

La travesía del Atlántico tiene maravillado a Ramonciño, a quien siempre le bailó en los ojos el señuelo del mar. Va de un lado a otro, por la cubier­ta de emigrantes, atento a los menores detalles de la maniobra. Con el tiempo, acabará por ayudar a los marineros en sus trabajos menores  y, mientras tanto, se pasa horas con la mirada clavada en el tajamar del barco, que hiende las aguas para abrirse un surco que se cierra en la lejanía, formando la estela que viene a ser como un mensaje de los emigrantes a la tierra que dejan atrás. Cándida rumía su tristeza en el entrepuente. El mar le trae tan malos recuerdos que harto tiene con escuchar su ronroneo. No se mueve del rincón de su litera, compartiendo el destino de gentes de otras razas y de otras lenguas que, como ella, van hacia América en busca de la tierra de promisión. Su pensamiento desanda las millas navegadas. Vuelve a Galicia con ansias que se traducen en dolor físico, y la visión retrospectiva de lo que habían sido sus alegrías y sus pesadumbres en la tierra que abandona cobran tal vida en el recuerdo que, por momentos, le parece una pesadilla su viaje a un país desconocido, que ella solo entrevé como un mito. Por momento le vienen a la memoria las bromas de su Padrino con las mozas que alegran la molienda, y la sonrisa asoma como un bálsamo que alivia su tristeza.

Sucesivamente la dura mirada de varios marineros se clava en una direc­ción: en el grupo siniestro de esbirros y curiales que se aprestan a embarga los bienes de Cándida. Un escribiente trata de fijar su atención en el inventario que tiene ante los ojos, sin poder sustraerse a las miradas rencorosas que se clavan en él.

– Que les pasa: es que nunca vieron un embargo?.

Ni un gesto, ni una palabra como réplica.

Un marinero mira hacia la puerta de la casa por la cual sale un algua­cil arrastrando de mal modo un aparejo de pesca.

– Es  esa manera de tratar un aparejo? (observa sin poder contenerse).

Un viejo pescador le contesta:

– No se lo tomes a mal, Agustín. Que saben ellos lo que es un aparejo: no ves que sus artes son la pluma y el papel?.

 El representante de la ‘’justicia” quisiera replicar a su modo, pero adop­ta el tono que más conviene a sus asuntos:

Y por qué no le ayudan ustedes, prestando un servicio a la justicia.

Es el marinero viejo quien replica;

– Si quisiéramos prestarle un servicio a la justicia tendríamos que co­rrerlos de aquí a pedradas.

– Basta!.Detenga usted a ese hombre!.

El alguacil a quien va dirigida la orden la recibe con manifiesto dis­gusto y avanza lentamente en dirección del marinero. Un pescador joven y for­nido se interpone entre ambos:

– Y no te parece mejor dejar para otro día eso de llevar preso al tío Antonio ?.

El alguacil, que sabe muy bien lo que significan las palabras del pes­cador, contesta vacilante:

– Sí, será mejor. Uno de estos días pasaré por su casa…

La diligencia del embargo toca a su fin. Sólo falta sacar del corral unas cuantas ovejas que esperan pacientemente.

– Bueno, traigan esos carneros que hay ahí dentro y asunto terminado.

Dos alguaciles corren a cumplir la orden.

En el corral un muchacho salta la tapia llevando bajo el brazo el corderito blanco de Ramonciño. En la calle le espera el Molinero que recoje el animalito y le habla:

– De buena te libraste, amiguito!.. .Un minuto más y pasarías a saciar el hambre de «justicia” de esas almas negras.Y qué hubiera pensado Ramonciño de nosotros?.

El viejo y el muchacho corren calle abajo con el corderito, que lanza balidos de alegría. Los alguaciles se asoman a la tapia y, al darse cuenta de lo que sucede se miran y se sonríen.