Oriente y Occidente
De unos años a esta parte es tema traído y llevado el de la influencia de Occidente en el modo de vida del pueblo Japonés, sin disputarle la primacía, claro está, al juego diabólico de la alquimia atómica ni a la carrera fantástica de satélites y asteroides artificiales: Qué repercusión ha tenido el paso de los americanos por el Japón? Con qué garbo arrastran los hijos del sol la silueta lamentable del pantalón vaquero? Es el kimono ropaje adecuado para que una «musume” quiebre su cintura al compás de una rumba o de un cha, cha, cha?..De este o parecido jaez son las preguntas que caen a cada instante sobre cualquier turista que retorna de aquellas tierras, amén del insidioso sondeo sobre «geishas» y baños mixtos, que taimadamente se oculta tras cada interrogación. Pero por suerte están en mayoría quienes se interesan por aspectos más consistentes de la vida del Japón, y para ellos quisiéramos decir algo que les ayudase a aclarar, y a aclararmos a nosotros mismos, un panorama de tan difícil elucidación como el que presenta el pueblo japonés en un momento decisivo de su evolución.
Desentrañar la trascendencia de algún hecho capital que pueda incidir en la historia y en la arraigada modalidad de toda una raza, tratándose, sobre todo de una civilización milenaria como la japonesa, nos parece arriesgado empeño; pero señalar visibles mudanzas que surgen al exterior como signo evidente de una más honda transformación, dejando al transcurso del tiempo la tarea de arribar a conclusiones definitivas o mejor fundadas, ya lo estimamos menos arriesgado y al alcance de un observador medianamente avisado que vaya por el mundo con los ojos abiertos.
Hemos dicho en una ocasión que cuantos pertenecemos al ámbito de la cultura grecorromana nunca llegamos a Grecia por primera vez. Por iguales razones, aunque de signo contrario, podemos decir ahora que cuantos vivimos al margen de la civilización de Extremo Oriente siempre nos acercamos a ella por primera vez, y nuestra experiencia, de un año hacia 1954 y de algunos meses en reciente data, más ha de valer por la sinceridad y ausencia de prejuicios en nuestras observaciones que por su duración.
Tokyo es una ciudad de desconcertante pergueño. No brinda al visitante la faz de marcado orientalismo que pueda prometer al viajero occidental una clásica “guia azul”, o la que aquel a sí mismo haya podido forjarse. Muestra a la luz del día la titánica lucha de su transformación, conservando remansos de hondo sabor oriental, que nos remontan a pretéritos siglos, solo accesible a quien la callejea con pausado andar. Su contextura se diría la de un sabroso fruto, de áspera corteza, que sólo otorga el don de su pulpa a quienes no paran mientes en la rudeza de la piel. Sin embargo, nos parecería incompleto un intento de observación sobre la vida del pueblo japonés si tan solo nos detuviéramos en ella, sin hacer alguna incursión hacia los núcleos de población alejados de los grandes centros industriales; sin abrirnos caminos a través de chimeneas, antenas, puentes y redes de cables, que se extiendes como cota de mallas que parece querer aprisionar el país entero, hasta llegar a campo abierto y establecer una comunión inmediata con el paisaje japonés que tan hondamente ha influido en el arte de sus creadores; que aparece por doquier entretejido con las páginas más bellas de sus escritores clásicos o inspiran la obra de los pintores de mayor alcurnia, y que se siente latir en la vida entera del pueblo japonés.
Decía Wenceslau de Moraes, un escritor portugués del primer cuarto de nuestro siglo, que se casó, vivió y murió en el Japón hondamente compenetrado con el pueblo que tanto amó, que los nipones, cuanto más abren sus puertas a los occidentales, más les cierran las ventanas. Si con ello quería dar a enteder que el pragmatismo de nuestra civilización, tan en pugna con la filosofía tradicional japonesa, no llegaría a incidir en el modo de vida peculiar de este pueblo, esta aguda observación sería de dudosa actualidad porque, a nuestro entender, hoy, por las ventanas, como por las puertas, entra también la tolvanera que hace oscilar una civilización que se nos antojaba tan imperecedera como la humanidad misma.
Un paréntesis de seis años separan los dos viajes que nos han llevado
al Japón, y la transformación de sus costumbres, el cambio que apunta, o se muestra ya en avanzado grado de su proceso, no puede ser más visible; incluso diríamos que muchos japoneses lo señalan con orgullo. Sobre todo esto quisiéramos escribir con más detenimiento; mientras tanto, a guisa de preludio, nos adelantamos con un cuento en dos etapas que pudiera considerarse como traducción del estado de espíritu, desesperado a veces y resignado las más, de quienes contemplan tales mudanzas con asombro e incredulidad.
(O conto ao que fai alusión José Suárez no seu texto posiblemente sexa El Kimono Kobai)