Wenceslau de Moraes

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WENCESLAU DE MORAES

UN ESCRITOR PORTUGUÉS CONSAGRADO EN EL JAPÓN

Al remontar el recuerdo hacia las fuentes de donde proceden mis primeros juicios sobre el Japón – dejando de lado nebulosas de un mundo plástico y vagos recuerdos de leyendas nutridas del lugar común – surge el nombre de Lafcadio Hearn, tan familiar a mi generación.

Muchos años después, cuando ya me acuciaba el deseo de asomarme al hermético mundo de los hijos del sol, otro nombre viene a unirse al del escritor greco-inglés; el de Wenceslau de Moraes cuya sensibilidad me llevó a vislumbrar la del pueblo nipón, por los caminos de un tempe­ramento afín.

(Entre los dos escitores pasa fugazmente, como él pasó por el Ja­pón, el recuerdo de la obra de Pierre Loti, que en mi memoria no ha deja­do huella alguna que se pueda señalar).

Si en pocas palabras tuviera que sintetizar la actitud de ambos hombres de letras al tratar de desentrañar la esencia del recóndito es­píritu japonés, me limitaría a decir que Hearn ha puesto en su obra la inteligencia, sin descartar el corazón, y Moraes ha escrito con el cora­zón, sin descartar la inteligencia, que no condiciona demasiado la espon­taneidad de su impresión.

Hearn llega al Japón como corresponsal de un diario americano, y al cesar en su función, puede sobrevivir dando clases de inglés. Pronto obtiene una cátedra universitaria, y una japonesa de abolengo con la cual se casa, le depara el calor de un auténtico hogar que jamás ha conocido. Se hace súbdito japonés, trocando su nombre de resonancias occidentales por el de Koizum Yakunó, de clara prosapia oriental, y así despierta a un mundo de amplios horizontes para sus ansias efectivas y de inagota­bles temas para sus preocupaciones de escritor e intelectual.

Moraes ya es funcionario del gobierno portugués, en Macao, cuando arriba al Japón; no se enfrenta con el medio oriental por primera vez; no tiene que lamentar un pasado de desazón ni un presente de incerti­dumbres materiales, y se deja fascinar por el mundo cue acaba de descu­brir sin los prejuicios que inquietan a un escritor, puesto que tal vo­cación ha de surgir en él si contacto del pueblo japonés.

Hearn bucea en su nuevo mundo desde el sillón de la cátedra de inglés, a través de los ejercicios de sus alumnos -cuyos temas, se dice, el mismo impone- iniciándose de tal modo en la etnografía, en el folklore y en las leyendas del viejo Japón, sin alcanzar a hablar el idioma de su país adoptivo. Se cuenta que para entenderse con su mujer, amaña una jerga que los amigos bautizan como «Hearn kotoba», lo que en buen romance quiere decir; el idioma de Hearn.

Moraes se esfuerza inmediatamente por aprender el japonés y lle­ga a hablarlo con tal facilidad que pronto le permite compartir la vida de los hijos del sol, en la medida en que aquella, en el primer cuarto de nuestro siglo, podía ser accesible al hombre occidental. Inicia su vi­da de escritor colaborando en un diario de Portugal,y sus artículos abarcan una temática dispar.Trata los de contenido épico en el exaltado nacionalismo que caracteriza al pueblo nipón; en los de índole interna­cional asoma la ironía de quien alguna vez ha entrevisto el mundillo di­plomático; y cuando irrumpe en el campo de las letras o del arte del pueblo japonés, sigue los pasos de Hearn, cuya influencie el reconoce con diáfana sinceridad.

Pero se diría que esta labor periodística no cala hasta el tuétano de su sensibilidad. Más bien parece un mero aprendizaje del oficio de escritor, o un pretexto para refugiar su «saudade» en el regazo de la lengua na­tal. Sea lo que  fuere, el ansia da exteriorizar sus sentimientos o la necesi­dad de diálogo con algún posible interlocutor, sobre las experiencias huma­nas que le depara la convivencia con los hijos del sol, ya se ha convertido para él en necesaria y cotidiana preocupación.

Casado con O-Yoné – una bailarina de origen plebeyo que inunda su vida de luz –  queda viudo cuatro años después y sufre una crisis sentimental que le lleva a rafugiarse en Tokushima, el pueblo en donde ella nació. Esto significa para Moraes una total ruptura con el mundo occidental y el ajus­tar su vida a los estrictos cánones del medio nipón.

Transcurre apenas un año desde la llegada a la ciudad en que se dis­pone a envejecer, cuando Ko-Haru, sobrina de O-Yoné que le ayuda a sobrelle­var la soledad de su retiro, cae víctima de una grave enfermedad e ingresa en un hospital para morir pocos meses después.Y es en el relato de los su­frimientos de esta, pobre muchacha, cuya vida se extingue lentamente apenas en el umbral de la pubertad, en donde el escritor encuentra su plena justi­ficación.

Como si en los dolores ajenos se fundieran los suyos – los de su so­ledad; los de la vejez, que taimadamente se le va acercando; los del recuerdo de su mujer, que el tiempo aviva en vez de desvanecerlos que le infiere la lejanía de su lusitano solar- Moraes se torna un agudo observador que per­cibe las más sutiles vibraciones humanas de cuanto alienta a su alrededor. En este clima de madurez reflexiva y emocional nace «O-Yoné y Ko-Haru» la obra de mayor significación entre cuanto ha creado el escritor portugués y que por sí sóla bastaría a señalarle un destacado puesto entre los pro­sistas de su idioma. No es un caudaloso río que corre impetuoso a perderse en el mar; es más bien el imperceptible hilo de agua que, al manar de una fuente apenas visible, pasa y permanece llenando de tenues rumores el si­lencio de un recóndito jardín japonés. Es un microcosmos tejido de ternura y lucidez que cobra vida en un estilo sólo accesible a quienes escriben guiando la pluma desde el corazón.

Rondando los treinta años de la muerte de Wenceslau de Moraes, el mundo que tanto amó – y en el que tanto sufrió, sin que de su pluma haya sa­lido jamás la insinuación de una queja – repara la injusticia de una gran incomprensión, al erigir en Tokushima un monumento, de sobria traza, digno de la personalidad del hombre cuyo recuerdo habrá de perpetuar. Las Letras, las Artes, las Religiones y los altos personajes del mundo oficial le han rendido un cálido tributo de singular significación.

Y si el espíritu de Moraes se ha hecho presente, en calidad de un buen «kami» japonés, tal vez no haya podido contener un repunte de sorna ante los discursos pomposos de corte circunstancial. Pero también ¡ con qué beatitud su sonrisa se habrá abierto camino a través de la maraña de su ve­nerable barba patriarcal, para agradecer el «Moraes-san» que en tales momen­tos brota de los laicos de su «buen pueblo japonés” tras el mortificante «Ko-Tojin» que en vida tanto le prodigó!